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("La infancia y parte de la adolescencia,
esta segunda una etapa casi desgraciada que
 tiene pasajes que quisiera borrar de mis recuerdos")

Esta biografía no necesita prólogo porque es una historia amarga, estos años los recuerdo como mi prisión infantil y juvenil; transcurrieron llenos de anécdotas y detalles pero, si pudiera borrarlos del libro de mi vida, lo pensaría varias veces, y al final, creo que lo haría.

Recibí muchas cosas buenas en el colegio de varones donde pasé interno setenta y dos meses: el final de mi niñez, mi pubertad y el comienzo de mi adolescencia transcurrieron entre esas paredes Sin embargo, tengo tantos recuerdos de esa temporada lejos de mi familia y de mis amigos que descubro cosas rescatables entre toda la soledad, tristeza y desamparo que sentí y, después de treinta y seis años, creo que puedo hablar sin hacerle daño a nadie. Comencé mi vida estudiantil en la Normal sin ánimos; no quería ser profesor pero mi madre no podía sacarnos adelante con facilidad por razones que digo en resumen: once hijos, de los cuales una hija muerta a los pocos días de nacida, según dijo, y un marido sinvergüenza, mi padre, así que, según una ley de la república, como mi mamá tenía derecho a una beca por cada cinco hijos, pues me escogió para estudiar algo que nunca en mi vida había pensado ser: educador de niños y jóvenes. Lo hizo porque yo era el primogénito y recaía sobre mí la responsabilidad de sacar la cara por los demás hermanos menores. Recuerdo que, recién graduado, recordé las recomendaciones maternas y cumplí hasta donde pude mis recién adquiridas obligaciones, pero me remordía algo en el interior, que me decía que algunas eran de mi papá y no mías; en fin, me estoy adelantando al relato de esta parte de mi vida.

En las horas solas de mi niñez siempre quise estudiar algo relacionado con las matemáticas y el diseño. En mis soledades iba a la casa de una de mis tías abuelas (Ricarcinda, que lo único malo que tenía era este nombre tan horrendo para una persona tan dulce, tierna, bondadosa y misericordiosa) y le pedía, por favor, que me prestara los juguetes de mi primo, casi sin estrenar y que, a él, no le llamaban la atención; mi preferido era un mecano con el que construía máquinas extrañas y edificios fantásticos y pasaba horas y horas alejado del mundo real que terminaban, generalmente, cuando llegaba mi primo a desbaratar mis sueños; una de las formas era destruyendo las construcciones extraordinarias que yo había levantado durante largas horas; algunas caían de una sola patada.

La madre postiza de mi primo postizo se llamaba Emilia y la recuerdo como una señora severa, sin sonrisas y, mucho menos, concesiones a los niños; al fin y al cabo nunca los tuvo porque mi mal llamado primo no era tal sino el hijo de una mujer que fue criada del servicio en la casa y quedó embarazada (en la época era un pecado gravísimo la concepción por fuera del sagrado matrimonio) y, como la señora de la casa, o sea una de mis tías abuelas, no podía procrear, pues, sencillo, el hijo de la sirvienta se convirtió en el primogénito de la señora de la casa, Con los tiempos, esta adopción que nunca se legalizó, ocasionó más de un problema en el seno de la familia ÁNGEL y apareció el padre biológico de mi primo, que resultó homónimo de él, no sé si por coincidencia o porque las tías le colocaron a propósito el mismo nombre debido a que ellas sabían la historia y nos la ocultaron siempre (El padre biológico de Miguel había tenido relaciones con una muchacha del servicio de las tías)); de esto pasaron muchísimos años.

Bueno, el cuento no era mi familia, por ahora, sino la razón de mi encarcelamiento, que no internado, en la bella y fría ciudad de Zipaquirá. Mi santa madre cambió mis gustos por un plato de lentejas que, en este caso, fue una beca; yo aspiraba a estudiar en el Instituto Técnico Central de Bogotá y obtuve el primer puesto entre mil y un candidatos; pero eso no valió, mi madre decidió por mí (en una época en la cual las razones de los menores de edad valían nada) que mi futuro estaba en la Escuela Normal y allá me fui obediente a martirizarme la vida seis años.

Hasta hoy, juran y recontra juran que la pasé como un pachá oriental; la mierda, hoy, después de que ha transcurrido tanto tiempo, tengo la oportunidad de decir muchas verdades que van a causar rasquiña; estudié en Zipaquirá por obediencia, por no pecar contra el cuarto mandamiento, para no defraudar a mi madre que ha sido a lo largo de todos los años la imagen de la rectitud, la honradez y el carácter, Si hubiera sido para darle gusto a mi papá o a mis hermanos se habían jodido. Como fui el mayor de la familia, me inculcaron el deber de ayudar a mis hermanitos y yo traté de cumplir con el sagrado deber. Tantos años después, estoy convencido de que hice lo necesario y lo suficiente con mis hermanos; no puedo decir lo malo porque están vivos y pueden defenderse.

Lo más difícil fue que mi abuela paterna me había consentido durante doce largos años, hasta el extremo, y me volvió un inútil. Cuando, a los doce años, llegué a la ciudad de la sal no sabía nada, pero nada de nada; siempre fui el bebé de mi abuelita y ella me hacia todo; y todo es todo; desde tender la cama hasta embetunarme los zapatos y darme la sopa a cucharadas: Algo malo que me haya ocurrido en la vida fue llegar al internado sin mi abuelita porque sufrí todos los demonios de la “Divina comedia” y otros más, creo que los del Apocalipsis de san Juan más otros que fueron apareciendo por el camino.

Llegué como un niño mimado y a los golpes aprendí a ser hombre, hombre macho, cuando ser macho conllevaba una aureola de valentía, de honor, orgullo y otras arandelas de las cuales podía uno pavonearse; con el tiempo y la compañía femenina, que nunca me ha faltado en la vida, seguí siendo hombre pero se perdió el macho en los vericuetos de la conciencia. ¡Dios mío, como he querido y amado a todas las mujeres que, en alguna forma, me han acompañado en el ya largo vivir. ¡Cómo las quiero a todas pero, desafortunadamente, sólo tengo corazón para una, la de toda la vida! Dios sabe cuántas y tantas oportunidades tuve... y deje pasar, no por santo o por mojigato sino por hombre de verdad.

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