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Historias de robles (5): Trescientos

Recién había muerto en 1950 don Abel Carvajal Múnera ya viudo quince años atrás, Lucila la esmerada joven hija mayor, quien asumió el difícil papel de Padre-Madre de sus demás hermanos, y tratando de asegurar la manutención y una buena educación para los menores, debió empezar a liquidar el ganado y vender las fincas que su padre había dejado. Pero ante una sociedad tan machista y aún más en un rudo mundo de los negocios, encargó para tal fin a su hermano Alfonso, el segundo y al que más confianza le tenía; pues José, el mayor de todos, se había marchado precozmente para Barrancabermeja en busca de fortuna y aventuras, después de haberse gastado la mayor parte de la herencia que le correspondía entre las cantinas y las entrepiernas de varias alegres señoras, de Carolina del Príncipe y pueblos circundantes.

El joven Luís Alfonso Carvajal Botero, quien siempre prefirió que lo llamaran por su segundo nombre, ensilló su bestia favorita y con la ayuda de un par de arrieros se dirigió con un gran hato de ganado hacia la feria del municipio de Yarumal. La pequeña ciudad de donde era oriunda su difunta madre doña Magdalena Botero. Pero allá, como en toda feria ganadera que se respetara abundaba además del ganado, los negociantes, los comisionistas, los vaqueros y… las mujeres, detrás del cuantioso dinero que circulaba, por supuesto.

Pasaron ocho días, tiempo más que suficiente para que su hermano Alfonso hubiera regresado con el producto de la venta de aquellos últimos semovientes, pero no aparecía por ningún lado ni noticia alguna se sabía de él, aunque los arrieros habían regresado al día siguiente de partir luego de asegurarle haber encerrado sin problemas las reses en uno de los corrales de la feria, lo que no dejó de preocupar a Lucila. Envió entonces a Francisco, su otro hermano, a buscar a Alfonso.

Transcurrieron otros ocho días y no aparecían ni Alfonso ni Francisco, pero escuchaba de boca de otros hombres que regresaban de la feria a Carolina, que a sus jóvenes hermanos los habían visto muy saludables y bien “acompañados”. Tal vez esta última palabra fue lo que más preocupó a la angustiada hermana mayor, que sin pensarlo mucho, montó su caballo (tenía fama de ser la mejor amazona de la región) y dejando encargada a sus otras dos hermanas de la casa, salió al galope a descubrir qué pasaba con sus hermanos y el ganado.

No necesitó ella de muchas averiguaciones y pronto encontró a Alfonso en la plaza principal de Yarumal entre los cariñosos brazos de una hermosa joven nativa.  El susto de él al ver a su furiosa hermana fue tal, que se cayó de la banca donde estaban los dos tortolos apoltronados. Luego de las vagueantes explicaciones dadas, ella lo obligó a que le entregara el dinero producido por la venta del ganado y se marchó en busca de Francisco, a quien tampoco demoró mucho en encontrar. El adolescente estaba en su habitación del hotel no sólo en brazos sino también entre las piernas de una “señorita”.

Regresó Lucila a Carolina acompañada a regañadientes de Francisco, ahora poseedor de una adolorida y roja oreja, y con el dinero, o mejor, con lo que quedaba, que afortunadamente era el mayor porcentaje de la venta.

Alfonso, esgrimiendo su mayoría de edad, se rebeló y permaneció en Yarumal. Planeando secretamente casarse con la chica, de quien estaba muy enamorado. Sosteniéndose con parte del dinero que él astutamente había previamente separado, a modo de comisión, y pernoctando en casas de sus familiares maternos.

Habiendo pedido la mano, acto no dificultoso gracias al reconocido linaje materno que lo antecedía, y fijando la fecha de la boda para esa misma semana, se fue a celebrar con sus amigos. Despedida de soltero que duró tres noches y tres días, con aguardiente y comida a granel, por cuenta del platudo novio, claro está.

La víspera de las nupcias, en la noche en medio de la borrachera, sus amigos en un típico acto de conciencia  o complicidad varonil le hicieron caer en cuenta de la tremenda brutalidad que se disponía a cometer…

Sacando de su bolsillo la argolla que llevaba grabado el nombre de la novia, Alfonso la miró. Un destello de luz reflejado en el oro de la joya bastó para iluminarlo y sobreponer la razón al amor. Corrió sin vacilar hacia la flota de transporte y apenas alcanzando el último bus escalera que salía esa noche, se embarcó hacia Medellín, con lo único que llevaba en la mano en aquel momento, la montura de su mula favorita, con la que había arreado el ganado hasta la feria y la que había vendido justo pocas horas antes. No siendo esta la única vez que él llegaría a un nuevo destino sólo con una silla de montar en mano.

A la mañana siguiente, a la hora acordada para la celebración matrimonial, la novia y su familia se quedaron esperando en la puerta de la iglesia a que apareciera el novio, literalmente. Mientras él, estaría durmiendo la rasca en Medellín, quien sabe dónde, con la argolla de oro en su bolsillo; que años después terminaría en el cofre de mi querida madre, una distinguida dama de Medellín con quien sí se casó en 1963… Con una muy diferente argolla matrimonial.

¡Ah!, mi padre Alfonso Carvajal Botero no volvería a pisar el suelo de Yarumal hasta muchísimos años después. Lucila, mi admirable tía y a quien consideramos casi todos sus sobrinos como una segunda madre, nunca se casó ni tuvo hijos, pese a que se cuentan historias proverbiales de amor hacia ella por varios hombres que la pretendieron. Al momento de escribir estas líneas, ella aún está vivita y coleando, pese a su muy avanzada edad, un auténtico y longevo roble.

 

Historias de robles (7): El encendedor

 

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Atención: para leer o bajar las novelas breves de Abel Carvajal, sin costo, entra a: http://librosdeabelcarvajal.blogspot.com/

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