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Historias de robles (6): El novio fugitivo

En los azarosos 50´s ya habían arribado a la progresista ciudad de Barrancabermeja (en el Departamento de Santander) José y Francisco Carvajal Botero. No tardó también en llegar su hermano Alfonso, quien se apareció nada más con unos aperos y una silla de montar en la mano, pues la yegua con la que había partido desde Carolina la había perdido a mitad del camino en una apuesta de una riña de gallos en Puerto Berrío (Antioquia).

Pronto entró a trabajar en la “Troco” (Tropical Oil Company), como medidor de los tanques de almacenamiento de crudo y productos refinados. Empleo que no supo conservar gracias a su rebelde espíritu: Una tarde, estaba él camuflado por entre los tanques a los que periódicamente debía medirles el nivel de líquido, disfrutando de una breve siesta en horas de trabajo pero sin descuidar su tarea, y sin advertirlo se le apareció el jefe, un gringo grandulón muy impetuoso que despertándolo lo agarró por el cabello y lo derribó al suelo, reclamándole a gritos su irresponsabilidad. Alfonso Carvajal, hombre de pacíficos modales excepto cuando se veía violentado, extrajo de su bolsillo una afilada navaja barbera, implemento infaltable de los antioqueños, y con la agilidad de un gato rayó de lado a lado la pronunciada barriga del supervisor norteamericano.

Afortunadamente para ambos no fue una herida muy profunda, pero hubo la suficiente sangre para que el abusador gringo, huyera despavorido y jamás volviera a comportarse como un típico colono imperial con el esclavo; según se contaba después del popular acontecimiento entre los obreros de la refinería. Para Carvajal, el precio de su osadía contra el “Míster” fue el despido tajante. Lo que a la larga se convirtió en un favor para él, pues en su tiempo libre se dedicaba a la compra-venta de cerdos y reses con destino al matadero, negocio que le resultaba muy lucrativo. Los cambios aunque parezcan malos en un principio, al final terminan siendo buenos. Se dedicó entonces de tiempo completo, como negociante independiente, al comercio de animales y carne.

Rápidamente compró una finca en sociedad con un paisano suyo, de apellido Sevillano, que les sirvió de base para el lucrativo comercio. La que vendieron a los pocos años ante una irrechazable oferta. La mitad del cuantioso dinero que le correspondió por la venta, le escuché decir muchos años después con una mezcla de orgullo y desprecio por el dinero, se la gastó en una semana en tragos y putas… “A este mundo venimos en pelota y nos vamos igual”, repetía.

Sevillano trabajó hasta su jubilación en la industria petrolera, mientras su ex socio Carvajal asumió como profesión para el resto de su vida la comercialización de ganado y carne. Más tarde reuniría de nuevo capital suficiente para comprarse él sólo otra finca, una muy buena, a orillas del río Magdalena con un exclusivo desembarcadero de ganado, muy adecuada para su negocio y para mantener sus caballos de paso fino, su más grande afición. Aunque continuó siendo un asiduo concurrente de burdeles, nunca volvió a gastar tan desaforada suma en ellos.

Vale la pena anotar que su filiación al partido Liberal, de ideología en aquellos tiempos muy acorde con su carácter, casi le cuesta la vida. Pues los más fanáticos sectarios del opositor partido Conservador, el que entre otras cosas gozó desatinadamente del apoyo eclesiástico, se convirtieron en sus perseguidores, unos muy peligrosos. Hasta el punto de que en una ocasión debió esconderse en el fondo del pozo de agua de una casa vecina por dos días, para evitar que lo atraparan y lo mataran. Y en otra, lo agarró la “Chulavita” (seudopolicía conservadora) y a culatazo limpio casi le destrozan el cráneo, dejándole una memorable cicatriz tras la oreja derecha que lució por el resto de su vida, así como una sordera parcial por ese oído. Todo, por nada más apoyar en épocas electorales a los candidatos y lucir la camiseta del partido rojo.

Su impulsivo carácter también lo puso en riesgo ante sorpresivas circunstancias del destino,  como cuando en los 60´s, regresando en una avioneta de un vuelo de la costa en donde estaba comprando un ganado, la aeronave se declaró en emergencia. Él, ni corto ni perezoso abrió la puerta y ante los incrédulos ojos de los nerviosos pasajeros se lanzó al vacío… ¡sin paracaídas! Para su buena suerte, de la que siempre gozó, ya venían volando muy bajo, de modo que su caída fue amortizada por las frondosas ramas de un viejo árbol. Pero como el roble es el más duro de los árboles, él sólo se partió una pierna mientras el árbol salvador perdió casi todo su follaje. Al monomotor  y sus ocupantes no les pasó nada, porque el hábil piloto logró un suave aterrizaje de emergencia en un potrero.

Estuvo enyesado por más de tres meses. No sería la única vez que se fracturaría un hueso, años más tarde un arisco novillo lo embistió y lanzándolo fuera del corral le quebró el brazo izquierdo, pero él tercamente se negó a dejarse enyesar de nuevo, el hueso soldó mal y los movimientos de este brazo quedaron un poco más limitados que los del derecho.

Sus negocios con el ganado fueron creciendo a través del tiempo, llegando a convertirse en el mayor proveedor de carne en canal de las plazas de mercado Central y Torcoroma de Barrancabermeja. Por su finca La Esperancita, gracias al exclusivo embarcadero río-tierra, pasó la mayor parte del ganado que Colombia exportó desde la costa Caribe a Venezuela en los 70´s durante el gobierno del sagaz presidente Alfonso López Michelsen, su más admirado tocayo y Liberal como él, por supuesto. Del que citaba una frase que le escuchó en una cena en la ciudad de Cúcuta con los ganaderos y representantes del gobierno venezolanos: “Los negocios se hacen es con los ricos no con los pobres…”

Y fue con un rico ganadero del sur del Departamento de Bolívar, al que le compraba ganado con frecuencia, que vivió una inolvidable anécdota a finales de aquellos años 70´s:

El ganadero, un costeño campechano  muy adinerado pero también poco conocedor de las modernidades del mundo, debido a toda una vida dedicada al trabajo, poco estudio y demasiado aislamiento en el campo, debió embarcarse un día río arriba desde San Pablo hasta Barranca, donde Alfonso Carvajal, mi padre, le pagaría un ganado que recién le había comprado.

En aquellos días las fáciles transacciones bancarias como las conocemos hoy no existían allá. Hasta recuerdo las veces que en sus viajes de negocios por el río, y siendo quien escribe un niño todavía, le cargaba una sucia mochila de fique con el hierro y la tinta para marcar el ganado, en la que ocultaba en su fondo fardos de billetes para pagarles en efectivo a los ganaderos y finqueros. Él, muy astutamente creía que a ningún bandido se le ocurriría pensar que a un niño se le confiaría tanto dinero contante y sonante, y tuvo razón, jamás sufrimos de ningún atraco o robo, pese a que nos paraban de vez en cuando en algunos retenes el ejército o la policía y hasta la guerrilla. ¡Una cochina mochila con hierro y tinta de marcar que manchaba de lo lindo, quién la quería tocar!

Pues bien, el finquero fue recibido por mi padre en el puerto y en su campero Nissan 4x4, que tenía en aquellos días (en el que aprendimos mis hermanos y yo a conducir), lo llevó hasta nuestra casa donde le pagó en efectivo la compra del ganado, pues el rico campesino ni cuenta bancaria tenía. Luego, para agasajarlo lo invitó  a almorzar y a conocer La Esperancita,  la finca donde pastaba el ganado comprado mientras lo enviaba al matadero, así como sus caballos que tanto lo enorgullecían.

Durante la excursión el hombre no ocultó su admiración por el moderno Nissan, que ciertamente estaba casi nuevo.

En algún momento en el campero, mientras mi padre al volante le conversaba, el campesino sacó un tabaco (cigarro rústico) de su mochila de fique. Buscó la caja de fósforos o cerillos en ésta, en los bolsillos de su camisa y después en los de su pantalón… pero no la encontraba. Mi padre advirtiendo su necesidad y con el ánimo de impresionarlo con la innovación tecnológica, le dijo que no precisaba de fósforos,  ya que el carro traía encendedor. Se lo mostró, lo obturó, un minuto después se disparó, lo desenchufó, se lo entregó, el finquero encendió su tabaco, expulsó una bocanada de humo y… ¡arrojó el encendedor por la ventanilla!

Demoraron más de quince minutos hasta que hallaron al borde de la carretera el tal accesorio metálico de los vehículos modernos  para fumadores. ¡Qué no es desechable!

Para Alfonso Carvajal Botero, el lapso de tiempo que abarcó desde finales de los años 50´s hasta la mitad de los 80´s, fue su época dorada. Pero la rueda de la vida da muchas vueltas.

 

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