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Quiero recalcar que todos los conceptos, vivencias, anécdotas y demás, que aparecen en este artículo, se vieron, oyeron o vivieron en Colombia pero, como lo dije en “La letra con sangre entra”, pueden ser, también, el reflejo de lo ocurrido en otros países. De igual manera son testimonios de personas que vivieron la experiencia pedagógica que a muchos jóvenes les parecerá un invento.

Una cosa era la educación primaria en las escuelas oficiales y otra bien distinta la enseñanza en los colegios oficiales de secundaria. No digo bachillerato porque había tres clases de bachillerato por la época en cuestión (primera mitad del siglo XX): bachillerato académico, bachillerato industrial y Escuela Normal.  También unas pocas instituciones con Bachillerato Agrícola. En la escuela primaria la letra con sangre entraba, nadie escapaba de la norma y los profesores la administraban con un entusiasmo digno de mejores causas. En secundaria, parafraseando a Cantinflas el asunto era lo mismo pero distinto.

Para introducir a las personas jóvenes en el tema deben imaginarse un país donde no existían ni las populares fotocopiadoras. Para hacer multicopiado existía un aparato de nombre mimeógrafo que consistía en un cilindro de unos 25 centímetros de diámetro, sobre el cual se colocaba una hoja llamada esténcil que tenía el texto que se quería copiar. Por un sistema de entintado que difería según el mimeógrafo iban pasando las hojas en blanco una por una y recibiendo la impresión. Todo el proceso era manual y no era fácil; si la tinta era mucha la hoja salía manchada y si poca, pues salía borrosa. Así se imprimieron miles de hojas de los periódicos y boletines estudiantiles.

De los computadores ni hablar. Empecemos por decir que la palabra era de género femenino: COMPUTADORA y estaba relegada a las obras de ciencia ficción. Hasta los años 50 (en los pueblos) los trabajos escolares se presentaban escritos a mano; letra cursiva manuscrita, pegada, muy clásica (en los sesentas llegó la letra script); no había bolígrafos,  se escribía con plumero, pluma de metal y tinta (en tintero), esto causaba unos desórdenes de película porque  cualquier muchacho, al caminar por entre los pupitres, podía voltear un frasco y se armaba el despelote. Muchos fines de año escolar terminaron con problemas graves: en un colegio todos los alumnos internos tomaron sus frascos de tinta con el residuo que les quedaba y los estrellaron contra los muros; parecía una obra de pop art pero a las directivas no les gustó el chiste y ningún estudiante pudo salir a vacaciones hasta dejar las paredes en su estado original.

Al escribir en los cuadernos había que pasar una hoja de papel llamada secante sobre la superficie escrita, para que al pasar la hoja no manchara. Bueno, los plumeros tenían doble función; escribir y tiro  al blanco; en las tediosas horas de los sábados por la tarde, los castigados sin salida dibujaban sobre el tablero de madera una serie de círculos concéntricos y listo… un juego instantáneo, ¡Qué lejos de las consolas modernas! Pasado el medio siglo se popularizaron las máquinas de escribir portátiles y, por derecha, los trabajos escritos comenzaron a exigirse en máquina de escribir y ¡Ay! del que lo llevara escrito a mano. Las mecanógrafas hicieron su agosto pasando trabajos estudiantiles.

A mi madre, mis tías y casi toda mi parentela, incluido este servidor, nos correspondió ir a otros pueblos a estudiar, el pueblito donde me crié daba, por esos años (situación idéntica en todos los pueblos y para todos los muchachos) la solución de la primaria y los que querían y podían seguir estudios, no tenían  otra posibilidad que ir  a estudiar en un internado durante seis largos años (A mí, por lo menos se me hicieron una eternidad). El chico  llegaba a esos enormes edificios con la ilusión de progresar; atemorizado y admirado por el tamaño de la construcción, tan diferente a las casonas viejas de las escuelas primarias y con el estímulo de que a partir del primer grado de bachillerato ya no le iban a pegar ni a torturar los “maestros” en ninguna forma.  Ingenuo de uno, no había castigo físico pero el dolor de los castigos era similar al de los cinco años ya transcurridos.

Otra cosa que los lectores jóvenes no van a creer: había colegios femeninos y colegios masculinos. En la enseñanza  la primaria era igual (menos en los campos), los hombres y las mujeres no podían estar juntos para evitar las tentaciones del demonio. Esta discriminación se llevaba a los templos, si observan la distribución de las iglesias encuentran dos naves (así se llama cada hemisferio) y en aquellos tiempos a la derecha se ubicaban las mujeres y los hombres a la izquierda pero, casi siempre faltaban puestos en el sector femenino y sobraban en el masculino, como si la religión fuera para el mal llamado sexo débil. En los bancas vacías acomodaban ancianos y enfermos de sexo masculino ya curados de tentaciones.

El muchacho pueblerino entraba al internado con un baulito triste y un colchón. SIEMPRE UN DOMINGO. La primera vez me llevó mi padre y me dejó tirado en la puerta. Empezaba mi presidio de seis largos años con un sufrimiento mental, moral, espiritual de los mil demonios. Ya no había padres, abuelos, parientes ni amigos, uno quedaba abandonado a su suerte. La primera vez lloré lágrimas vivas hasta que llegaron tres muchachos más grandes y me llamaron nenita llorona. Yo repliqué entre airado y asustado y fue el comienzo de una golpiza estudiantil que llamaban ensalada; no daban puños pero si cachetadas y coscorrones, golpeaban también con los puños pero no de frente ni en la cara, con la parte del meñique y se dedicaban a los muslos y las partes blandas; al otro día amanecí cubierto de moretones. Todos los demás chicos de primer año pasaron por la misma prueba. Los profesores no golpeaban pero los compañeros de estudio sí; era la ley del más fuerte y yo estaba recibiendo el bautismo de fuego. Ya en el piso me advirtieron: “y no sea sapo o le va peor, ¿entendió?” Y para reafirmar la veracidad de la amenaza me encimaron tres patadas.

En vacaciones, en uno de los contados regresos a la casa paterna, le conté a mi madre y me consoló pero igual se rio. En los colegios femeninos sucedía algo similar, con la diferencia de que no daban puñetazos o palmadas sino almohadazos y, si había una chica malévola, cuando las víctimas estaban dormidas les echaban agua fría (en el mejor de los casos) o levantaban las cobijas y les desocupaban los orines de una bacinilla. A veces olvido que los jóvenes desconocen todo esto y es que en los internados femeninos para evitar que las niñas salieran del dormitorio durante la noche, cada una tenía su bacinilla y al otro día era un espectáculo ver esa fila de fantasmas con sus respectivas porquerías rumbo a los baños.

A las cuatro y media de la mañana sonaba una campanota  que sacaba al durmiente del sueño más feliz para enfrentarlo a la cruel realidad. Todos los que pasaron su época de internado en la hermosa y fría Sabana de Bogotá saben lo que es frío. Que lo diga Gabriel García Márquez que estudió interno en el mismo pueblo de mis sufrimientos pero en diferente colegio y con una diferencia de veinte años. La temperatura estaba  a unos dos o tres grados bajo cero y era obligatorio el baño del cuerpo. En esa época uno se volvía creyente (en caso de que no lo fuese) porque para arriesgarse a meter la cabeza debajo de ese chorro helado uno se encomendaba primero a todos los santos; decíamos que no salía agua en estado líquido sino granizo y faltaba poco para que fuera cierto; en un minuto, dos a lo máximo, salía uno morado, tembloroso y mas despierto que si estuviera en guerra. Demoraba la víctima  unos diez minutos en retornar al mundo de los vivos, en medio de convulsiones y castañeo de dientes.

A las cinco y media sonaba de nuevo ese artefacto del demonio para avisar que todos debían estar listos, con la cama arreglada y dispuestos a pasar a la capilla del colegio para la Santa Misa diaria. A la entrada de esta el prefecto de disciplina y cuatro o cinco estudiantes, del último grado, revisaban las orejas, el peinado, la boca y loa zapatos, el que no cumpliera a cabalidad la revisión se colocaba aparte en una fila y terminada la ceremonia le informaban su sanción. Por lo general había que bañarse de nuevo, embetunar los zapatos y cambiarse de ropa si era el caso. Cuando el cabello estaba muy largo, a juicio de los revisores, por la tarde, después de clase, pasaba uno donde Ahumada, el peluquero, a que entrenara sus malas dotes de corta orejas con los mechudos. Casi todos los juiciosos aprovechaban las salidas para hacerse un corte de pelo decente en las peluquerías de sus pueblos pero, como yo era de los indisciplinados le ponía la cabeza a Ahumada a cada rato. Todavía conservo cicatrices en las orejas.

Los internados femeninos estaban todos regentados por monjas y la disciplina era conventual. Los varones tenían, por lo menos, el refugio de la música popular que estuviera de moda. Las mujeres pasaban a un enorme salón, que podía ser el refectorio, a escuchar las interpretaciones de piano de Sor Tecla o escuchar los cánticos de alabanza a Nuestra Señora por el coro de las novicias. Desde su pubertad el género femenino era educado para  ser “buenas esposas”, lo cual significaba, ni más ni menos, que someterse al marido sin rechistar. Tenían clases normales de las materias tradicionales, al igual que los muchachos, pero en las otras actividades se partían los programas.

A los hombres les inculcaban el sentido del deber, sus deberes como ciudadanos responsables, padres ejemplares e hijos respetuosos. A las mujeres les infundían la maternidad, en todas las materias de estudio, para convertirlas en buenas esposas; ese era el objetivo principal y casi único de la educación femenina. Las materias “intelectuales eran iguales. Los hombres recibían clases de educación física y deportes, aprendían técnicas agrícolas y otras labores propias del sexo fuerte. Las féminas aprendían bordado, culinaria, puericultura, algún instrumento y economía doméstica; antes de los años sesentas ninguna mujer soñaba con hacer carrera universitaria.

A veces divago y se me va el tema para otro lado. Bueno, había varias clases de internados: el semi internado, para los estudiantes del campo que llegaban desayunados, almorzaban en el colegio y por la tarde salían de nuevo para sus casas, el internado (al cual me apuntaron), en el cual uno permanecía durante cierto tiempo (según lo pactado con los padres de uno): salidas los fines de semana según el comportamiento, o sólo en vacaciones; y un tercer tipo que era la negación de los derechos humanos del niño y el joven; el REQUINTERNADO en el cual lo matriculaban a uno y lo dejaban todo el año, incluidas las vacaciones de Semana Santa y las de mitad de año, si los padres se acordaban, retiraban el muchacho al final de noviembre. Sé de  casos en que el pobre chico estuvo encerrado los seis años.

En un internado se veía de todo, lo mismo que en las cárceles: homosexualismo (en ambos internados), robos, peleas por territorio, envidias, delaciones, falsificación de calificaciones, tráfico de influencias, acoso sexual y todas las malas costumbres que los adolescentes actuales creen estar inventando. Cuando a un interno le llegaba visita de su casa casi siempre le llevaban comestibles que, en la época llamaban comiso, tan pronto se descuidaba lo robaban o lo robábamos, no era la ley del más fuerte sino también la del más rápido. A uno lo robaban y uno robaba; al entrar a uno lo mansalveaban y dos o tres años después uno mansalveaba a los recién llegados. Todo graduado que salía de un internado sabía todas las artimañas para sobrevivir en la jungla de cemento. Las ganzúas estaban a la orden del día, cómo si no podíamos abrir los baúles con comiso, las puertas de los cuartos de los profesores para cambiar hojas de exámenes y previas y falsificar notas, las alacenas del economato para robar comida y los armarios con los artículos deportivos para jugar durante los días de castigo. Y no eran violaciones de chapas o candados, no, se aprendía a robar y dejar todo en perfecto estado.

En esta secundaria los castigos eran psicológicos. Al infractor lo paraban al frente de toda la comunidad y le pegaban una vaciada de marca mayor. Lo hacían sentir al culpable y lo rebajaban a la categoría de  un gusano y él sabía que más tarde, para completar la faena, los compañeros de curso le iban a propinar una ensalada. Si a eso agregamos que el culpable perdía la salida del fin de semana no solo a la casa sino a la pequeña ciudad eso era tenebroso. Imagínense dos o tres muchachos completamente solos en un edificio de tres pisos, con todas las habitaciones cerradas, con acceso únicamente al baño y a los dos patios. A veces la ansiedad era tan abrumadora que a falta de nada que hacer resultaba uno dándose en la jeta con el compañero de reclusión o entre los tres todos contra todos.

Por cualquier falta al infractor lo llevaban a rectoría y matrícula condicional; una reincidencia y a la calle iba a dar. Ahora se divierten con compromisos, citas al acudiente, llamada de atención verbal, matrícula condicional, amenaza de pérdida de cupo para el otro año  y jamás pasan de ahí. Por eso los jóvenes estudiantes hoy  se pasan por la faja (era un dicho de ese tiempo) los Manuales de convivencia. Como nadie debe perder el año se medio aprende, se medio se lee, se medio estudia y todo se medio hace, ¡qué tristeza! Y el joven expulsado de un colegio de entonces no conseguía cupo en otro colegio por lo menos en cien kilómetros a la redonda, así era de duro el sistema. La mayoría terminaban ayudándole al papá en sus labores o volándose de la casa.

La memoria a los veteranos, por no decir viejos, les funciona porque fue entrenada para recordar. Las lecciones eran de la página tal a la página tal… DE MEMORIA y punto. Mi madre y un poco de viejitas sobrevivientes de los planteles educativos de los cuarentas y cincuentas recitan de memoria poemas de Rubén Darío y el maestro Guillermo Valencia, los 92 elementos químicos descubiertos hasta esos años, las principales alturas de Suramérica, los diez ríos más caudalosos del mundo, el catecismo Católico, toda la misa en latín y yo me pregunto: ¿Para qué les sirvieron  tantos datos en la vida práctica? Yo por lo menos soy un duro para resolver crucigramas pero con eso no llevo mercado a la casa.

Cuando llegaba uno al grado sexto de secundaria (el último año), no respiraba tranquilo, como sucede con los bachilleres actuales. El que pensaba seguir estudiando pues a trabajar se digo y páguese la carrera hijo porque aquí en la casa no tenemos con qué, y uno en qué demonios iba a trabajar si no sabía hacer  nada y en eso si las cosas no han cambiado; el bachiller de hace setenta, cincuenta, treinta años y el de hoy saben lo mismo: una enorme cantidad de datos inaplicables en la vida diaria, con la ventaja para los antiguos; ellos si sabían algo, por lo menos de memoria. Decía un sabio popular: “Un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad”.

Dicen que todo tiempo pasado fue mejor y eso no deja de ser una falacia. Cada época tiene sus cosas positivas y negativas. No se puede afirmar que la educación de ahora es mejor o peor, cada persona toma de su momento lo que cree conveniente y lo aplica a su vida, “Proyecto de vida”, llaman ahora. La tecnología permite posibilidades para los estudiantes con las que no soñaron ni Verne ni Wells. ¡Qué lejos están las pizarras, el gis, el mimeógrafo, la tiza, la máquina de escribir, el papel carbón! Pero de algo debe servir la experiencia de las generaciones anteriores, por lo menos para no repetir los errores.

Con todo respeto por las nuevas generaciones debo decirles que la vida real es totalmente diferente al mundo estudiantil. En la realidad no funcional los manuales de convivencia sino reglamentos y leyes y no se pueden trasgredir impunemente. Dos fallas al trabajo y adiós el amigo, nada de acudientes. Este recorrido por algunas memorias de padres y abuelos debe servir para algo. Ahí queda para dejar inquietudes o colmar curiosidades.

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