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Dicen que cuando uno se acerca a la vejez o ya llega a viejo (a pesar de que digan que la edad se lleva en el corazón), los recuerdos de los tiempos idos son cada vez más constantes y, claro, las comparaciones mentales se dan en forma automática. Cuando uno ve a los muchachos actuales jugando, o los escucha comentar sobre los juguetes que les ha dado la tecnología,  siente toda la carga de los años y las evocaciones lo llevan al pasado (no tan lejano) cuando las formas de entretenerse, término que hoy poco se usa, o de divertirse por medio del juego eran tan, pero tan diferentes. Como una recreación de los tiempos idos quiero regresar a esa infancia que para los niños y jóvenes de ahora les parece sacada de un cuento.

Para empezar yo crecí en un pueblo casi olvidado de la civilización, a pesar de que está a pocos kilómetros de la capital, la carretera era pésima y todo nos llegaba con años de retraso. La luz eléctrica era un lujo para los habitantes del sector urbano y llegaba tres horas diarias, de tres a seis de la tarde, de manera que las distracciones eran mínimas y se supeditaban a la imaginación y creatividad de los habitantes.

Como ese no es el tema central, quiero contarles sobre los juegos de todos los niños de esa época anterior a los llamados años sesentas. Uno de los juegos predilectos de los niños menores de diez años era el aro. Consistía este en una rueda, por lo general de caucho, que el infante hacia rodar con la mano o ayudado de un palito, dicho aro era infaltable para hacer los mandados y a uno como que no le rendía cuando le faltaba su compañero de caucho.

Otro juguete que acompañó a los niños de antes fue el trompo, no sé si el termino es internacional, que estaba en los bolsillos de todos los niños normales, acompañado de la inseparable piola o cuerda con la cual se hacía bailar.  Muchos chicos hacían cualquier cantidad de piruetas y malabares con ese pequeño pedazo de madera (hoy los fabrican de plástico y se perdió el encanto) zumbador y bailarín. La punta metálica se iba redondeando con el uso y uno podía hacer bailar el trompo en la mano, en la frente (corriendo el riesgo de sacarse un ojo), sobre cualquier superficie plana y pasarlo a otras manos. Era de risa cederle el trompo bailando a una niña, por lo general tan pronto sentían las cosquillitas en la mano dejaban escapar un gritico y lo dejaban caer. Con el trompito se practicaban innumerables juegos, según la imaginación infantil.

En el arsenal que llenaba los bolsillos de los niños de antaño no podían faltar las canicas, estas esferas de cristal, con alma de colores que tantos conflictos y tantas alegrías causaron. Con las bolas de cristal y los trompos se realizaban muchas variantes lúdicas; una era poner cierta cantidad de bolas dentro de un círculo, por ejemplo cinco por cada jugador, luego se sorteaban los turnos y en el orden establecido el niño lanzaba su trompo bailando al área con las bolitas con la intención de sacarlas; si lograba sacar una, repetía su turno y asi sucesivamente hasta que no podía sacar ninguna. Ricardo era un tahúr para este juego y casi siempre sacaba la mayoría y se marchaba con los bolsillos llenos.

Otro juego lo llamábamos pepe y cuarta, pepe era darle con la bola de uno a la del rival y esto hacía que uno cobrara la apuesta establecida; la cuarta era la medida entre las puntas del índice y el pulgar, cuando uno lograba acercarse a una cuarta o menos tenía derecho a otro tiro (la canica en el suelo y uno empujaba la propia con el índice, si el golpe era mal calculado y no hacía pepe o cuarta cedía el turno). Como en todas las competencias entre seres humanos de cualquier edad, cualquier desacuerdo terminaba en alegato o a puñetazos, con las narices y las bocas rotas. La enemistad duraba hasta el otro día y tan amigos como siempre.

Siempre hay alguien que se las ingenia con una variante peligrosa. Teníamos los zumbadores que nos hacían las mamás y las abuelitas con un botón y una cuerda. La cuerda pasa por los orificios del botón y se ata en el extremo; uno metía sus dos dedos del corazón, uno a cada extremo de la cuerda, sin tensarla hacía girar el botón para que la cuerda se enrollara y luego halaba, el botón empezaba a girar con un zumbido musical. Hasta acá lo inofensivo, no recuerdo quien machacó una tapa de gaseosa hasta aplanarla, le hizo dos huecos en el centro, como los botones, y armó un zumbador (burrión lo llamábamos nosotros). De ahí a comenzar guerras de burriones fue un pequeño paso, la batalla consistía en cortar la cuerda del contrincante.

Bueno, el asunto no era tan inocente; muchas veces uno lograba el contacto con la pita del enemigo y esta no se cortaba, entonces no faltó el genio maléfico que afiló su tapa hasta ponerla como una cuchilla de afeitar; con solo tocar la otra cuerda esta quedaba trozada y la lata salía volando sin dirección determinada; muchas veces en su recorrido encontraba la cara o las manos de otro niño y las cortaba con la consiguiente emanación de sangre. La mayoría de contemporáneos de mi pueblo tenemos cicatrices recordatorios de estos tiempos felices.

Uno ve actualmente niños en los parques con sus tremendos carros a control remoto, carros de pedales, bicicletas ergonómicas, monopatines, etc. Nuestros carros eran de fabricación made in pueblo. Casa donde comieran sardinas en lata, lata que se convertía en carro o en barco. Casa donde trajeran de la capital algún artículo en caja de cartón, caja que se convertía, según el tamaño, en castillo, cueva, tanque de guerra, etc. Casi nada se conservaba en su estado original. Nuestra creatividad construía carros de madera con los rodamientos desechados de los autos de verdad. Cuatro rodamientos (balineras las llamábamos), un poco de tablas y puntillas y carro listo para competir. Como el motor era un niño empujando y el chofer otro manejando, el combustible se acababa pronto y venía el relevo de roles. Nos enfrentábamos en carreras que podían durar hasta que se iba la luz del sol. Con los mismos materiales y con los mismos fines construíamos patinetas (esas si se consiguen ahora con alta tecnología), monopatines y carritos. No había juguete que no se prestara para realizar competencias.

Las canicas fueron prohibidas en el pueblo, primero, y luego en el barrio de la pequeña ciudad a donde trastearon mis padres, por idéntica razón: en Colombia llamamos flecha o cauchera esa arma infantil que en otros países conocen con el nombre de resortera u honda. Al principio lanzábamos pequeñas piedras a un blanco que bien podía ser una lata desocupada o una botella (preferíamos estas porque sentíamos un extraño placer al quebrarse el vidrio). Por derecha escogimos otros objetivos: los perros callejeros y los pajaritos. Como la imaginación no vaga resultamos enzarzados en guerras entre dos bandos con sus respectivas caucheras y de ahí a las cabezas rotas fue un paso. El otro lo dieron los padres furibundos que recogieron todas las caucheras y las metieron en las estufas de carbón, de la época.

Pero, ¿Por qué las canicas? Por una razón de balística, táctica guerrera y estrategia bélica. Una inocente bola de cristal, por su hermosa y aerodinámica figura, sale en vuelo directo al blanco, destroza lo que encuentra por delante y se puede reutilizar hasta el infinito. Una piedra es una piedra y por bonita que sea es fea, eso decíamos para justificar el uso de las canicas (muchos años después, los universitarios del tercer mundo descubrieron esta pequeña, eficaz y mortífera arma contra los escudos de la policía antimotines). Además era rara la casa con todos los cristales buenos.

Como el tema da para más, en una segunda parte me referiré a los juegos de conjunto y los juegos de sala. Por INTERNET me hacen llegar mensajes con fotografías de “esos tiempos” que parecen sacados de la imaginación de un chiflado pero que, los que ya pasaron la cincuentena, saben que esto era así. Olvidaba algo bien simpático, uno usaba pantalón corto hasta los doce o catorce años. Mi madre nos explicaba que en caso de rasparnos y pelarnos las rodillas (lo cual era a diario), el cuero volvía a nacer, en cambio si uno rompía el pantaloncito, la tela seguía rota, a pesor de los remiendos.

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