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Por fortuna, algunas costumbres de nuestros ancestros pasaron a mejor vida; los abuelos insisten, con una frecuencia inusitada que todo tiempo pasado fue mejor y muchos se los creen, la verdad es que, para mí, toda época tiene sus mas y sus menos, no todo lo que brilla es oro en ningún tiempo histórico y menos para todo el mundo, que lo digan las clases menos favorecidas. El asunto que me ocupa lo ubico en los comienzos del siglo XX y se extiende hasta los años sesentas. Estos sí, marcaron un rompimiento total con las costumbres del mal llamado mundo occidental, comenzando por la música.

Pero como lo de otros países no me consta y no quiero meterme en los libros de historia mi artículo está basado en lo que vi, oí y viví de manera directa con mis abuelos y otros antepasados de larga vida, o en carne propia:

1-      El pañuelo y peinilla.

Desde los primeros años en el colegio o la escuela primaria al niño le inculcaban el aseo de su persona y estos dos artículos eran básicos para el correcto cuidado de su persona. Hasta aquí suena bien y parece adecuado, pero es que la mayoría de mis lectores no vieron lo que ocurría con los dichosos pañuelos y ni se diga de las peinillas; algunas personas usaban el mismo trapo por semanas y lo cargaban entre el bolsillo lleno de mocos y arrugado; había que ver durante las misas, en mi tiempo de acólito, como los campesinos, en particular, sacaban ese pedazo de tela mugriento y pringoso de sudor, mocos y otras sustancias naturales; los niños de escuela no escapaban de esto porque hay que agregar que cuando peleaban y se rompían las narices la sangre iba a parar al trapo en mención. Con los peines y peinillas, de uso obligatorio, se repetía la acumulación de mugre y otras porquerías. La caspa y la grasa natural del pelo acumuladas por meses, daban un aspecto poco atractivo cuando el dueño sacaba el peine para arreglarse el cabello. Después de una comida si alguien se sonaba o se peinaba le dañaba la digestión a los de estómagos poco acostumbrados a este espectáculo… dejo hasta aquí, porque se me revolvieron las tripas con los recuerdos.

2-      Las escupideras.

No sé desde cuando existía esta puerca costumbre ni cuando desapareció. Estas eran unos recipientes que se colocaban en el suelo, en las salas,  junto  a las sillas para que los señores, óigase bien, los caballeros escupieran en el transcurso de la charla. En especial los fumadores y mascadores de tabaco solían fumar o mascar y escupir, era una  mala costumbre social aceptada. Los pobres simplemente escupían en el piso y punto. Las escupideras se encontraban de diferentes tamaños y calidades: de peltre, de lata, esmaltadas, de porcelana y, atérrense, hasta de plata. La costumbre daba para chistes y caricaturas que ya no hacen reír porque casi nadie, que esté vivo,  conoció esta cochinada.

3-      Las bacinillas.

Estas vasijas, para llamarlas de algún modo, estaban en todas las alcobas y debajo de todas las camas para que los durmientes hicieran sus necesidades fisiológicas sin necesidad de salir del cuarto.

Los lectores de Cien Años de Soledad encuentran un episodio relacionado con las bacinicas cuando la hija de Fernanda del Carpio para unas vacaciones llega a Macondo con dos monjas y sus compañeras de curso, a cada una se le da una bacinilla y cuando se van se arruman en el cuarto del coronel Aureliano.

Esta asquerosa costumbre se debía a la distancia entre las alcobas y el inodoro. Las casas de antaño ubicaban el sanitario en el solar; algunas casas tenían letrina y, para e vitar los malos olores dentro de la vivienda, el cuartico estaba a unos treinta o cuarenta metros. La bacinilla remplazaba el wáter y pueden imaginarse el olor de las alcobas donde pernoctaban cuatro o cinco personas algunas solo orinaban pero otras defecaban, escupían y hasta vomitaban en los blancos recipientes. Por fortuna para todos, esto es tiempo pasado.

4-      Los ceniceros por todas partes.

Por fortuna en Colombia y muchos países se prohibió la costumbre de fumar en público y en sitios donde hubiera concurrencia de gente. Hasta no hace muchos años el fumador podía encender su chicote donde se le diera la regalada gana y llenar de humo a quienes lo rodeaban. Como eso no afectaba a nadie, se suponía, en todas partes colocaban ceniceros para que el personaje bota humo pudiera sacudir las cenizas de su maloliente cigarrillo o tabaco; hasta en los hospitales había ceniceros y todos los carros venían equipados con el bendito artilugio.

5-      El bofe de las tiendas.

Los pulmones de las reses, llamados también bofes, eran sometidos a una dosis de sal y colgados de un garabato en lo alto de las tiendas donde se vende cerveza, licores y víveres en general. Con el paso de los días el bofe se seca y adquiere una consistencia de cartón. Por encima desfilan en las noches ratones y cucarachas y durante el día las moscas y mosquitos se dan su banquete, creo que los excrementos de tanto bicho son los que daban el sabor especial a dicho bofe que era la delicia de los borrachitos que lo saboreaban con deleite, entre ellos mi padre y otros miembros de mi familia.

6-      La telaraña para las heridas.

Que el niño se cortó, pues aplicarle una dosis de café molido y envolverle el dedo en una telaraña. Que la señora se cortó en la cocina, pues el mismo tratamiento. Ahora sé que eso no sirve para nada y si se corre el riesgo de mayores infecciones, así en mi familia todavía digan lo contrario algunos de sus integrantes. Yo recuerdo con asco mis dedos enrojecidos y los coágulos de sangre con un emplasto inmundo de café y telaraña que reflejaba todo menos salud.

7-      Los purgantes fuertes.

Cada año los niños debíamos pasar por la tortura del purgante; ahora también se purga la gente, eso está claro, pero es que los purgantes de antaño eran un bebedizo preparado por alguna bruja sádica para torturar a los infantes. Recuerdo el quinopodio y otro más suave que venía, dizque, con sabor a limonada y se llamaba Limolax. Para el primero tenía que agarrarlo a uno entre dos o más adultos y abrirle la boca a las malas, mientras otra alma caritativa le tapaba a uno la nariz y le zampaban su dosis de purgante, claro, uno para no ahogarse pasaba el asqueroso líquido y listo, con un pedazo de naranja suponían que se le quitaba el nauseabundo sabor; este permanecía con uno por dos o tres meses y hast en sueños aparecía en pesadillas; en media hora o menos empezaba la romería al inodoro; en 24 horas uno arrojaba hasta pedazos de bofe y estómago. La mayoría éramos delgados tal vez porque en cada purga uno rebajaba el 50% del peso. Recuerdo que la mayoría teníamos parásitos y lombrices en el estómago y, para comprobar la efectividad del purgante, a las primeras cagadas nos sentaban en la bacinilla para comprobar si arrojábamos lombrices, si no salían bichos era porque faltaba otra dosis de vermífugo.

8-      Heredar la ropa de los hermanos mayores.

Como las familias eran numerosas, de siete hijos en adelante, y la que tuviera menos se exponía al escarnio público, al hombre lo trataban de desnutrido, falto de calcio, maricón y otras lindezas, por eso para mantener la imagen de macho el tipo, en contra de las súplicas de su esposa, se dedicaba en cuerpo y miembro a darle al asunto para que la prole creciera, además era obediencia a la Sagrada Biblia que decía por alguna parte: “Creced y multiplicaos”… como el tipo culiaba y trabajaba y la plata no alcanzaba pues la ropa de los mayores se heredaba a los menores. Esto a veces era cómico porque algunos mayores eran bajitos y enclenques y sus hermanitos robustos, gordinflones y altos; no señor, todas las señoras tenían su máquina de coser y arreglaban la ropa. Era de verse unos tontorrones con los pantalones del hermano mayor que les llegaban hasta las espinillas y con camisas que no podían abotonarse. Otra situación complicada se presentaba en familias con mayoría de un género. Imaginen seis mujeres mayores y un varoncito; este casi siempre terminaba parecido a las hermanas con ademanes y todo. Si era al revés la niña peleaba a puños en la escuela y decía todas las groserías que escuchaba a sus hermanos; hoy no es raro porque maldicen parejo los chicos y las chicas, pero hace 50 o más años las niñas eran decentes. Y con la ropa… pues al niño lo vestían de niña hasta los siete u ocho años y punto.

9-      Los pantalones cortos.

Esta costumbre si alcancé a vivirla. Los varones usábamos pantalón corto hasta los catorce o quince años y hasta la misma edad las niñas se vestían como niñas. Era en el baile de los quince que comenzaban a usar tacones y un maquillaje discreto. Se parece a lo de ahora, me dicen mis amigos con hijas quinceañeras que les dio por pedir en cambio de fiesta, crucero o computador portátil operaciones; ¿como la ven?, las niñas exigen de sus progenitores operación para agrandar o achicar los glúteos o los senos, arreglarse la nariz o cualesquier otro pedazo que consideran que no cumple con las normas de moda. La idea de las madres de antaño era que la piel crece pero la tela no y que la inquietud de los chicos de todas partes es subirse donde no los llaman y meterse donde menos es conveniente con el consiguiente daño a la ropa. Como la situación era tan difícil, pues mi chinito querido, se peló las rodillas o se despellejó las espinillas? Aguante que el cuero se remienda solo, si señores y uno exhiba pierna todo el tiempo.

10-     Los castigos crueles.

Para mi es de lo mejor que ha ocurrido, la abolición casi total de los castigos físicos. Que se siguen dando es innegable, pero su disminución es grande. Es la peor de las costumbres de antes que por fortuna desapareció casi por completo. Con mi costumbre de enumerar algunas situaciones voy a dar una lista de los castigos de antes:

  • La vara de rosa. No hay explicación que justifique que unos padres corten un gajo del rosal y le dejen las espinas para azotar a su hijo desobediente; claro que sacaban sangre y dejaban huellas pero, los padres de antes creían tener la autorización divina y humana para ensañarse con su prole.
  • De rodillas sobre granos de maíz con dos ladrillos en las manos. Sólo imaginen el dolor. Uno arrodillado sobre granos de maíz con sendos ladrillos en cada mano y los brazos levantados al cielo, si se cansaba y bajaba los brazos, ahí estaba la vara de rosa para recordarle que debía conservar la posición. Este castigo era usado con frecuencia por los profesores por aquello de “La letra con sangre entra”.
  • Dar vueltas con el dedo apoyado en el piso. Solo visualicen esta posición: de pié, con el cuerpo inclinado y uno de los dedos índices contra el suelo (no se podía despegar porque funcionaba la vara que sabemos) y a dar vueltas sobre este eje. Después de varias vueltas llegaba el mareo normal pero con la varita mágica se le quitaban al desobediente todos los vértigos.
  • Mojarlo en la alberca y luego azotarlo. Sin comentarios, imagínenlo.
  • Colgarlo de las manos y azotarlo. Igual.
  • Coscorrones y jalones de orejas. De recordarlo me duelen las orejas y el cráneo.
  • Mechoneo. Lo usaban las madres y las profesoras por diversos motivos; uno era no tomarse la sopa y otro no hacer las tareas.
  • Cuclillas. Posición muy incómoda con las manos entrelazadas en la nuca y dar 30 vueltas o más al patio de recreo.
  • Fuete común y silvestre. Lo administraban los papás con una destreza y frecuencia digna de otra causa. Usaban el cinturón, un lazo, el cable de la plancha, una manguera delgada o una fusta de las de arrear a los caballos.
  • Encerrados en cuarto oscuro. Para los que sufrimos de claustrofobia o miedo a la oscuridad este era uno de los peores castigos.

NOTA. Yo viví algunas de estas malas costumbres. Lo de los castigos no me correspondió porque fui un niño formal. A mis hermanos si les quedan los recuerdos.

Edgar Tarazona Angel
http://edgarosiris310.blogspot.com

 

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