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Otra parte de mis recuerdos tiene que ver con la música que atronaba por toda la población casi las veinticuatro horas, tanto repetían ciertos discos que se me grabaron en la memoria para siempre, dejo un listado incompleto pero en otra oportunidad reproduzco parte de las letras: Mil kilómetros, Clavelitos con amor, Llegó borracho el borracho, Sonaron cuatro balazos, “La cama de piedra, Escaleras de la cárcel, El puente roto, El corrido del caballo blanco, El corrido de Rosita Alvirez, Etc. Ya lo dije, cuando sea necesario repito las letras que eran algo parecido a las canciones de carrilera y otros géneros actuales.

Y la comida es otro recuerdo indeleble, por esos días no se cocinaba casi en ninguna casa, los niños salíamos con nuestras respectivas madres en horas de la mañana a recorrer el pueblo y observar la feria, por las tardes era prohibido, todos los expendios de licor estaban repletos de borrachos que aprovechaban para lanzar piropos. Bueno, me salí del tema; los toldos con comidas típicas bordeaban la plaza y las familias del Chipaque especialistas en estos menesteres ofrecían una variedad de delicias gastronómicas que harían morir de angustia a una de nuestras flacuchentas modelos actuales: huesos de marrano, rellena, tajadas de hígado, chicharrón cocho y totiao, papa de año, plátano, chunchullo, etc. Aparte otras mesas con bizcochuelos, empanadas, masato, pan de yuca, almojábanas, arepas de laja, arepitas de mantequilla, bollos, tamales, envueltos y cuantos platos deliciosos salían de las manos de nuestras queridas cocineras criollas y muy chipacunas.

Como esta crónica es a saltos, estaba olvidando la banda de los músicos que se ubicaba cada media hora en un lugar diferente y despachaban música de toda al compás del aguardiente y la cerveza que les brindaban los contertulios del toldo. “El Tayón”, con su dulzaina acompañaba como podía cada canción y hasta cantaba con su voz aguardentosa, no recuerdo a ese personaje sobrio jamás y vale una somera descripción: unos cuarenta años, bajo, delgado por no decir flaco, con un bigote mazamorrero (ahora que me acuerdo se parecía a don Ramón, el del chavo del ocho), alpargatas y una ruana de lana que siempre mantenía terciada sobre el hombro izquierdo; andaba a medio afeitar, con ojos rojos por las trasnochadas, el sombrero echado hacia la nuca y la grosería a flor de labios; los tomadores le ofrecían trago sólo por escucharlo decir barbaridades y bailar al compas de su instrumento. En estas fiestas carnavalescas bailaba todo o que interpretaba la banda, hasta el himno nacional.

Aparte de los negocios de animales, la comida, el trago y los desfiles de animales (caballos de paso fino, decían) había dos eventos que colmaban el ánimo de la población mayor, quiero decir gente madura; uno era el reinado y otro la corrida de toros. Reinados, como se puede pensar con todas las arandelas, sólo recuerdo uno y sin fecha, con dos candidatas. Zenaida Hernández y Nohora Guevara; la primera era la consentida de su familia, los ganaderos y los ricos del pueblo, la segunda la preferida de los de menos recursos. Zenaida era hija de don Proceso Hernández de quien se decía que era el hombre más rico del pueblo y como el reinado se decidía por cantidad de dinero recogido, púes la lucha era desigual. Recuerdo que para ayudarle a Nohorita yo rompí mi alcancía de niño y otros amiguitos hicieron lo mismo. Al final ganó la que debía ganar: Zenaida, y sus hermanitos (Carlos, Fabio, Julio César, Augusto y Alfredo) echaron voladores y bala hasta el amanecer.

A partir de las dos de la tarde empezaba el movimiento de gente hacia el centro de Chipaque para instalarse en las vigas de la improvisada plaza y en las ventanas de las casas aledañas. Como a las tres llegaban las autoridades al palco de honor y a los acordes de la banda musical contratada para la ocasión se declaraba abierta la corrida; nada de ganado casta, eran reses cerreras traídas de los Llanos Orientales, enormes y con una cornamenta de miedo. Pocas veces contrataban un torero desconocido que sólo se distinguía de los borrachos del pueblo que se tiraban al ruedo por su traje de luces y una capa deshilachada. Soltaban el animal y como en las Ferias de san Fermín en España todos los borrachines salían en desgracia rumbo a las vigas salvadoras; algunos se enredaban y el toro los levantaba, ahí era la verdadera fiesta porque el público se enardecía y se carcajeaba. De pronto entraba “El Tayón” con su dulzaina y caminando estilo Cantinflas, eso era lo máximo porque el hombre casi nunca entraba por su propia voluntad sino llevado por algunos de los que lo habían emborrachado; una tarde memorable, el hombre al correr se le escurrieron los pantalones, el toro lo enredó y lo levantó por los aires mientras la ruana y el pantalón volaban a las graderías, de manera que quedó semidesnudo, con sus vergüenzas al aire porque no llevaba pantaloncillos y en medio de las rechiflas del público las damas se escandalizaban y miraban por entre los dedos al hombre. Les recuerdo que por la época para ver un cuerpo desnudo había que casarse.

Bueno, de las putas de las ferias ni hablar; las recuerdo viejas, feas, más bien desastrosas, de esas que iban de feria en feria y su atractivo había abandonado sus cuerpos muchas camas antes, además, yo creo que los varones de Chipaque, protegidos por las normas morales y éticas no pasaban de cogerles las nalgas y tetiarlas, eso con el agravante de que no había hotel y para echarse un polvito les tocaría en un potrero de los alrededores. Dejo el tema inconcluso pero cuando terminaban estas celebraciones descansaban el cura, las esposas, los viejos y los niños. Nosotros por la sencilla razón de que podíamos volver al potrero de Bavaria, al campo de deportes y a todos los sitios que estuvieron vedados durante los días de las ferias y fiestas.

Ir a: Reminiscencias de Chipaque (3)

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