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La Semana Santa

Esta era una semana plena de fervor religioso, tan diferente a las de ahora. Todos participábamos activamente de todas las actividades religiosas, en especial nosotros, los acólitos y debo decir que esta época me marcó de por vida. Debajo de la sacristía existía un sótano donde se guardaban las estatuas de los santos cubiertas por unas telas moradas; este sitio me causaba pavor y un día por error quedé encerrado entre tantos santos que me sentía en el cielo pero un cielo tenebroso, no gritar podía y no recuerdo como salí del embrollo. Bueno, el domingo de ramos se realizaba una procesión por todo el pueblo, con la mayoría de las imágenes engalanadas sobre unas plataformas de madera, en hombros de los señores más rezanderos o eso era lo que yo pensaba.

Las imágenes dolorosas, esas que me daban más miedo, se acomodaban sobre otras andas para las procesiones dolorosas del jueves y viernes santos y las señoras devotas (que eran todas las beatas del pueblo, entre las que se encontraban mis tías y las maestras de las escuelas) “vestían” a los santos de la mejor manera que podían y rivalizaban entre ellas por ser el mejor paso.

El viernes santo se moría Nuestro Señor y por derecha las campanas, entonces resucitaba un aparato que odiaba y aun me fastidia, la matraca, in aparato infame que parecía una maquina de tortura de la inquisición y que necesitaba de la fuerza de un hombre hecho y derecho (Carlos Gacharná y a veces otro compadre), la maldita matraca sonaba a todas horas y era un revuelto del ruido de varios trenes, truenos de tormenta y un derrumbe de piedras. Por fortuna resucitaba Cristo y se moría de nuevo el maldito aparato. El jueves y el viernes santos no abrían ningún negocio y sin decreto de ninguna clase había ley seca, de manera que los borrachitos del pueblo (que no quiero nombrar) sufrían como si los azotes y la crucifixión fuera para ellos, además las esposas estaban pendientes de que no bebieran por dos días… pero los benditos iban a las veredas y se emborrachaban con chicha y guarapo. El jueves con el lavatorio de los pies y otras ceremonias era pasable pero de esa época data mi retiro de la iglesia durante los viernes santos. Este día un orador sagrado se encargaba del Sermón de las Siete Palabras y quién dijo miedo, el bendito soltaba un chorro de palabras incontenible que podía durar hasta seis horas. Esta tortura la soporté tres años, los que duró mi actividad como acólito de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima de Chipaque.

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