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CADA CIUDAD – grande o pequeña-, cada poblado, cada aldehuela tiene sus encantos que son pocos, pero para nuestra satisfacción y bienestar más sopesan los desencantos que los encantos. El episodio que voy a contar sucedió en la ciudad de Bogotá, en un  punto de recarga  de  una de las estaciones congestionadas de TransMilenio, donde las filas de usuarios para comprar el pasaje son interminables. En horas pico de la  mañana, un anciano que se hallaba solo haciendo fila entre tanta gente, se había desmayado. Al no haber reacción del súbdito que por largo rato estuvo echado sobre el piso de aluminio anodizado; las autoridades lo remitieron de urgencias  en  una ambulancia a un hospital del distrito.

Una vez allí, y después de efectuarle los servicios médicos y de salud; los hospitalarios de turno ordenaron que al paciente le practicaran una serie de exámenes exhaustivos; los que al final dieron como diagnóstico, que su dolencia se trataba de un pre infarto de miocardio.

Después de haberle aplicado los primeros auxilios de emergencia, el paciente termino en el piso dos del pabellón de infartados en una habitación hospitalaria conectado a equipos electrónicos que  monitorizaban sus signos vitales hasta su recuperación.  

Como había llegado por urgencias sin acompañante; una trabajadora social, la misma que coordinó su ingreso, procuró con la destreza peculiar de un detective privado, encontrar entre sus ropas y pertenencias consignadas del paciente, algo que lo identificara o que diera indicio para averiguar por sus familiares.  

La trabajadora social  en uno de los bolsillos del traje de paño rayado, encontró su billetera atiborrada de papeles los que escrutó cuidadosamente uno por uno, hasta que halló entre el acervo un comprobante de pago de una mesada pensional expedida por Colpensiones; allí dejaba ver su nombre de Augusto Franco; su identificación y un número telefónico; también encontró algo de dinero y una foto de carnet de un joven oficial del ejército, sucia y arrugada; de esta manera se logró identificar al infortunado anciano; comprobar que estaba pensionado; que aportaba a una EPS y que no vivía solo.

En la tarde un empleado del hospital, hizo una llamada al número telefónico y al oír en el auricular que le contestaban; preguntó que si conocían al paciente Augusto Franco. Luego que le confirmaran, se identificó  e informó a quién le había contestado sobre el lamentable percance que había sufrido, que por suerte vino siendo su esposa la que recibió la noticia.

Era la media noche. Los pasillos del piso dos se encontraban desolados y a media luz, menos la oficina de recepción que siempre mantiene con las luces plenas. Los médicos internistas, el personal de apoyo y el equipo de enfermeras solamente tienen acceso a esta área y Emérita la recepcionista del turno de la noche.

Todo transcurría tan normal y en calma dentro de lo habitual… Emérita revisaba unos papeles de rutina; cuando súbitamente sintió la presencia de alguien, que la  miraba arrimado en la ventanilla.

Luego de ese alguien vino una voz ronca y cavernosa saludándola.

– ¡Buenas noches, señorita!- Emérita reacciono levantando la cabeza y se encontró con la presencia de un joven apuesto, de rostro pálido enjuto, vestido con traje militar y portando en su mano derecha un ramo de lilas.-

-¡Buenas noches, caballero! ¿Qué se le ofrece?

– Le respondió Emérita- 

-¿Dónde queda el cuarto del paciente Augusto Franco?- preguntó el militar-

Ella reviso una larga lista y al instante respondió. -¡El cuarto de Augusto Franco es el número 224 y queda al fondo de este pasillo, a la derecha!- le indicó.

-¡Pero joven! - pregunto con preocupación y extrañada-

¿Estas no son horas de visita?

-¡Lo sé, señorita!- contesto el militar-

- ¡Solo vine a despedirme de mi padre, porque en una hora salgo con un regimiento de apoyo a una misión del Ejercicio Nacional de Colombia hacia el Magdalena Medio Antioqueño!-

Emérita estaba confundida. No entendía cómo llegó el inesperado sujeto al pabellón de pacientes en cuidados intensivos, siendo esta  un área restringida en la noche para visitantes.

-¿Bueno, con quién tengo el gusto de platicar y dejarlo pasar?- interpeló Emérita- Debo dejar constancia de su visita en el libro de visitantes- concluyó-

-Con Daniel, señorita, mi nombre es Daniel Franco, soy militante de las Fuerzas Armadas de Colombia en el grado de Teniente-

Luego de que quedaran en el libro registrado sus datos personales, Emérita no tuvo más remedio que aceptar en dejarlo pasar, haciéndole  las siguientes advertencias: No haga excesiva la visita por el delicado estado de salud en que se encuentra el paciente; y en vista de la hora que usted hace la visita; no quiero testigos oculares delatores que lo vean rondar por estos pasillos, ya que estoy violando los reglamentos del hospital.

El militar asintió y le dio las gracias. Dio media vuelta y se alejó  lentamente hacia el cuarto 224 en la dirección que le había indicado la enfermera. Emérita lo siguió con su mirada hasta que se perdió de vista en el fondo del pasillo. Sin más preámbulos la susodicha funcionaria prosiguió en orden de prioridades sus quehaceres nocturnales…justamente en ese momento el viejo reloj de pared marcaba la una de la mañana en punto.

La historia continuará…

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