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Sentado sobre el murito que tantas veces había pateado al frente de la casa de enfrente, sentí frío, mientras veía como terminaba de incendiarse mi casa. Eran las dos y veinte de la madrugada, cuando creo que me desvanecí.

La larga quemadura que iba desde la base de mi cuello hasta la muñeca de mi brazo izquierdo no me causo el más mínimo sobresalto, así como tampoco lo hizo la tos insistente que casi no me dejaba respirar, con las correspondientes bocanadas de humo que aun brotaban desde mis pulmones. Acostado en la camilla de aquella ambulancia, vi claramente la mirada insolente de aquel paramédico y sentí la presión en la nuca de una mascarilla de oxigeno que cubrió casi toda mi cara.

Afuera se quedo mi alma, con una lista enorme de dedos apuntándole. Hubo algún momento en que no supe si mi cuerpo estaba allí o no, y toda la carga de mis acciones hizo retrazar la velocidad de aquel vehiculo que no me alejaba de mi presente, ni me acercaba a ningún alivio. Era sin embargo mi pasado, el que se marchaba junto a mí hacia la nada y fue entonces cuando comprendí que me había quedado solo como un hongo.

Dos meses antes, cuando la lectura del periódico dominguero no me dejaba darme cuenta de que mi hija Noelia aun no había regresado de la fiesta de la noche anterior, mi esposa abría un sobre con la noticia del inminente desalojo por falta de pago de la renta. La más importante noticia que leí por entonces, fue la vergonzosa derrota de mi equipo favorito en la final por el campeonato de futbol local.

Por la tarde del mismo domingo, luego de sacar a mi perro Morgan a su paseo cotidiano, fue cuando me di cuenta que mi esposa me había abandonado.Las siguientes semanas transcurrieron sin mayores desencantos, con las largas jornadas de delirio y goce que se me regalaban fácilmente luego del consumo acostumbrado de una o dos botellas de aguardiente, con la consecuente arrastrada escaleras arriba para terminar casi acostado de bruces entre mi cama y la mesita de noche. Cada día era seguido por otro igual, y a veces, llegaba incluso a darme cuenta de las dos o tres veces en que el cartero insistía en golpear la puerta de entrada para entregar otro aviso de desalojo.

Un martes, creo, o tal vez un miércoles, si, un miércoles, vi a Noelia entrar sigilosamente por la puerta trasera, con su minifalda gris y su largo cabello ondulado, y me dijo algo de mal modo, pero no entendí. Minutos más tarde volvió a salir por la misma puerta pero esta vez cargando su valija nueva. Había regresado solo para volver a marcharse, esta vez para siempre.

Para el sábado, y aun perplejo por la derrota de mi equipo (su actuación durante todo el campeonato había sido sobresaliente), solo tenia la silenciosa compañía de Morgan, que me miraba y torcía su cabeza de medio lado indicándome la hora de su salida. La resaca de cada mañana se aliviaba con mi exquisito café negro y mi imperdible cigarrillo con filtro. Por aquellos días me tome la molestia de contar los círculos de humo que se formaban cada vez que, mirando hacia la inmensidad del cielorraso de la cocina, solía formar en el aire. Llegue a contar veintitrés círculos al cual mas perfecto.

Una tarde, creo que fue la tarde de ayer, o la anterior, mezcle peligrosamente el licor con el cigarrillo, y tal vez me quede dormido con la cabeza recostada junto a la pila de sobres del correo que misteriosamente se habían acumulado sobre la mesa.

Cuando recobre el conocimiento, mi brazo izquierdo ardía con una llamarada amarillenta que lamia mi cuello casi tan intensamente como Morgan cuando no se me daba la gana sacarlo a su paseo. Salí corriendo hacia afuera y me senté  en el murito de la casa de enfrente apagando el fuego de mi cuerpo con la mano derecha. Nadie me acompañó, ni Noelia, ni mi esposa, ni mis amigos, ni siquiera los vecinos o mi perro.

El fresco viento que avivo las llamas hizo que se terminara por consumir mi casa, y con ella mi pasado, mis botellas, mis sobres, mis resacas, mis cigarrillos y mis arrastradas por las escaleras, mientras las luces intermitentes de la ambulancia le ponían un toque casi dramático al entorno que mezclaba el bullicio de los curiosos, con la cara de tonto que los bomberos pusieron al llegar demasiado tarde.

Como siempre ha ocurrido, no se que vendrá mañana, ni donde dormiré de ahora en mas. La angustia que comienza a invadirme aumenta por momentos, aunque me calmo cuando converso con Papa, que murió hace diecinueve años, pero aun me visita por las tardes. Esta vez lo recibiré a la intemperie y le preguntare si cree que algún día vuelva a ser feliz. Por mi parte no lo creo, aunque muy muy dentro de mí, tengo fe en que mi perro retorne…       

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