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Atravesar a pie la Quinta Avenida en el corazón de Manhattan, Nueva York, puede llegar a convertirse en esa aventura que uno siempre anda buscando o, a lo peor, volverse la experiencia más confusa y esperpéntica que jamás te ocurra en este conglomerado de pasiones que se ha dado en llamar vida.

Al menos eso pensé yo el día que pisé por primera vez la ‘Gran Manzana’, con ese inequívoco aire de turista timorato, disfrutando de unas extemporáneas vacaciones un mes de Febrero cualquiera en compañía de mi mujer, embarazada de cinco meses.

Y eso mismo, creo, les debió rondar por la cabeza a Frank y al pequeño Jeremy, nuestros dos personajes de hoy, cuando, cargados de perritos calientes y dos descomunales vasos de Coca Cola, enfilaron decididamente por la arteria principal de la ‘capital del mundo’ camino de Albany Av., en pleno corazón del Bronx.

Frank y Jeremy nacieron y se criaron en un viejo y olvidado suburbio de Brooklyn, otro de los cinco distritos con los que cuenta la ciudad. Hacía ya tiempo que llevaban soñando con dar el gran salto, con cruzar ese puente maravilloso que a ellos, en su inmadurez, se les antojaba como la gran barrera que separa la miseria de la opulencia, la cotidianidad y el tedio de la aventura más espeluznante.

El plan era perfecto: el Lunes cruzarían el puente a bordo de la vieja camioneta de ‘Big Charles’, un chicano grandullón que rozaba los sesenta, vecino, amigo y confesor habitual de nuestros dos pequeños protagonistas. ‘Big Charles’ solía bajar a Manhattan todas las semanas desde hacía varios años en busca de género ( léase ‘crack’ ) y cargar de drogas a buena parte de la juventud de Brooklyn. Según decía, a su edad ya no podía ni sabía hacer otra cosa para ganarse la vida y más después del terrible accidente que lo dejó fuera de combate para el mundo laboral ‘decente’ en su aserradero de toda la vida.

Jeremy contaba trece años. De origen mejicano, aunque él nunca lo hubiese reconocido, poseía un carácter quebradizo y cambiante muy propio de su edad y de su forma de vida, todo el día en la calle, con su padre en la cárcel, el colegio ya olvidado y unos hermanos y madre prácticamente desahuciados a causa del alcohol y las drogas.

Frank, sin embargo, era un muchacho de dieciséis años muy inteligente y extremadamente seguro de sí mismo, de carácter soñador y con una personalidad arrolladora que asustaba, capaz de ser líder en el mismísimo infierno o un sumiso corderito si la ocasión lo requería para lograr sus fines.

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