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Era mi trinchera, una barricada torpemente improvisada de ramas muertas y un montón informe de hojas secas. Contemplaba el suelo a la redonda del parque, alfombrado suavemente con el cambio de temporada. Frente a mí, un árbol se despellejaba, levantando sin igual hojarasca sobre sus gruesas raíces. Al fondo, una manada de rapaces luchando por el control a pie, de una bola medio desinflada. Un poco más allá, una pareja de viejos sosteniéndose entre sí, ayudados por un juego de bastones. A la esquina izquierda, dos tórtolos combatiendo entre caricias prohibidas a plena luz del día.

Tres horas en aquel lugar, venerando su ausencia, no le hacían peso a los cuatro meses sin verla. Su primera y última carta, me confirmaba aquel día como el de su regreso o despedida definitiva. En mi mente no alumbraba la menor intención de abortar la espera, antes de que el horario de mi reloj marcase las cero horas del día siguiente.


Por temor a no verla llegar, me limité a quedarme en aquel sitio, abasteciendo mi demanda gástrica, con las ofrendas de la procesión de buhoneros que transitaban el parque.

Cantidades industriales de gente ejercitándose, enamorados, viejos, animales, autos, niños y policías, vieron mi trance inmóvil aquel día. Pero ninguno de ellos me dio pista válida sobre su paradero.

La espera consumió la mañana tan rápido como la flama el oxígeno que le alimenta. Mil y una especulaciones, tratando de justificar su tardanza, dieron pie a una tarde entretenida pero lenta.

Poco después, maldije la caída del astro rey, señalé a la Luna, e insulté a las estrellas, escupiendo hacia el firmamento. La obscuridad y el frío de la noche acuerparon la sinverguenzura de varias parejas. Saberme solo y verlos a ellos, jugando a ser invisibles bajo la obscuridad, me enviciaba el alma, corrompiendo mis sentimientos, haciéndome desear lo peor para el mundo.

La campanada veinte del reloj de la iglesia, ubicada a la entrada del parque, daba pie a mi desesperación. Para entonces hubiese jurado que hasta los árboles se reían de mí. Limpié mi maltratado orgullo, aventando al suelo el ramo de rosas que le había comprado, y le puse encima una roca enorme, cubierta de musgo.

A la tonada veintiuna, ya era presa de la resignación, el cansancio y el hambre. Confundido y sin ánimo para odiar, abrí la caja de chocolates que le había comprado. Me comí uno por uno, matando los minutos con cada mordisco. Me hice una almohada de rocas con ramas, una sábana de hojas muertas y me acurruqué sobre el suelo frío, a la intemperie del maldito parque que no me devolvía a la mujer que amaba. Mis ojos no se habían cerrado en lo que iba del día, pero tampoco me atrevía a hacerlo, por temor a no verla llegar.

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