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Las muchachas de mi tierra
me llaman el adivino,
porque cuando van por leña
me encuentran en el camino.

            Como aquellas mariposas blancas y amarillas que por esos días aparecían por los prados cercanos, afloraban también versos dedicados por algún coplero a su pretendida dama.

Yo cogí un camino largo
a ver si olvidar podía,
y mientras más caminaba
más presente te tenía.

            Algún guasón que comprendía la intención de la copla contestaba:

El hombre que se enamora
y la mujer no lo sabe,
se queda como el que bebe
aguardiente con casabe.

            No conforme se lanza de nuevo con otra copla:

Tan bonito que era yo
con mi nariz perfilada,
y de puro darte besos
ya la tengo espachurrada.

            Los velorios no siempre tenían un final feliz, ya que la persona aludida en el verso respondía, no cantando, sino a chaparrazo limpio, porque era la manera de cobrar lo que consideraba una ofensa hacia su persona del atrevido coplero.

            Pasadas las noches del mes de mayo, en Gran Sabana los días casi siempre eran uno igual al otro. Quieto remanso al pie de las colinas que se erguían cerca del paso del Ferrocarril Central.

            Una mañana se presentó, acompañando al jefe civil, una comisión de adustos señores, nunca vistos por aquellos lugares; su propósito era bautizar la calle real del pueblo con un nombre algo confuso, pero que recordaría en cálido homenaje la memoria de un héroe de un país muy lejano. Aquel país, dijeron los oradores en encendidos discursos, estaba situado hacia el norte, más allá de las colinas que demarcaban los linderos del pueblo. Para la mayoría era la primera vez que lo escuchaban mencionar. La comitiva estaba formada, además del jefe civil, por el padre Anselmo, comisarios de caseríos vecinos y los ya mencionados personajes, los cuales llegaron en unos carros de color negro muy lujosos, como los que usaban los de la llamada clase alta, en las bodas o en los cortejos de algún difunto. También estaban presentes los agentes Cubillán y Volcán. Cubillán, dada la tranquilidad que siempre reinaba en el lugar, pasaba el tiempo a la puerta de la jefatura, dormitando, en constante reposo. Volcán lucía orgulloso su uniforme de guardián del orden público, infundía cierto temor en las personas que no lo conocían bien, el motivo, una cicatriz que se le notaba en la frente y que él trataba de disimular con la visera de su gorra. Muchas veces el boticario Pedro Pico contaba: “Una vez llevaron a la jefatura una bicicleta para el servicio de recorrida. El agente Volcán montó con gran entusiasmo su nuevo vehículo y se lanzó en veloz carrera. Bajando por la calle La Loma, se dio cuenta llegado el momento que nadie le había informando cómo frenar aquel aparato. En aquellos momentos Volcán se sintió más comprometido que morrocoy en incendio, casi al final de la inclinada vía, más por instinto que por conocimiento, Volcán le dio en sentido contrario a los pedales, la bicicleta frenó violentamente, saliendo el agente despedido cayendo aparatosamente entre las espinosas matas de trinitarias que ornamentaban un costado de la calle”. De aquel accidente quedaron como recuerdo el cuento de la bicicleta y la cicatriz en la frente de Volcán.

            Por la tarde visitantes y autoridades locales colocaron en lugares visibles placas con el nombre que identificaría desde aquel momento la calle principal, pero de nada sirvió, ya que después de muchos años y convertida en moderno bulevar, siguió siendo conocida como la calle real de Gran Sabana.

            Las viejas casas eran derribadas dando paso a nuevas edificaciones, los cañaverales fueron arrasados por máquinas que trabajaban noche y día. Desapareció el Ferrocarril Central, no se vio más el paso perezoso de la vacada, ni se escuchó el canto acusador del cristofué. El paso del tiempo fue cambiando todo en Gran Sabana. Algunos vendieron sus propiedades y se marcharon cargados de esperanzas, luego regresaban sin esperanzas y sin dinero. Los compradores de tierras también se llevaron la felicidad y tranquilidad de los que amaban aquel lugar. El viejo Giuseppi vendió su casa, repartió algunas de sus pertenencias, decidió marcharse a lugares lejanos, tal vez a los mismos que mencionaba en sus tertulias. De recuerdo dejó a Juan Grillo una flauta dulce y un libro: “Maestros de la Música”. Unos se mostraban felices, otros como Pedro Pico murmuraban: “Nos fuñimos llegó el progreso”. Era sólo el comienzo de una nueva forma de vida para los habitantes de Gran Sabana. De esas cosas que hoy recordaba Juan Grillo desde el viejo campanario, habían pasado muchos años, tantos que para saber cuantos, hacía falta contar cuatro veces los dedos de las manos.

            Juan Grillo bajó los peldaños de madera del viejo campanario. Se encaminó con sus recuerdos por lugares que tiempo atrás  le acompañaron en correrías infantiles y que hoy le son tan extraños. Como símbolo de la nueva semblanza de Gran Sabana, se presenta ante él la enorme  estructura de un hermoso y moderno Complejo Cultural.

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