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La vida bullía en cielo mar y tierra. Los hombres habían logrado dominar a la Naturaleza en todas sus formas. Las fuerzas ocultas dentro de los elementos otrora desconocidos habían desvelado sus secretos. Ningún poder sobrehumano podía dominar al hombre en su ascensión hacía el conocimiento Absoluto. Quizá, esa fue la causa de lo que ocurriría después. Se cree que, al desencadenar fuerzas desconocidas e incontrolables por él mismo, el hombre fue el causante de la hecatombe que cambiaría para siempre la faz entera del planeta Tierra.

 


Fue algo fantástico. El demencial aguacero estuvo bañando ininterrumpidamente la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches. El preludio de esta lluvia no fue algo usual. No comenzaron a formarse los cúmulos de nubes en forma ordinaria que sería la forma normal como comienza un día de lluvia.


Nueve días antes de que comenzara el aguacero, negros nubarrones espesos, corrían desenfrenadamente por los cielos a velocidades vertiginosas, acompañadas de un alarido estremecedor. Como si una mano gigantesca estuviera torturando a las almas en los hornos del infierno.

 

El día se convirtió en noche cerrada, sin un vestigio de luz, el Sol había desaparecido por completo. Las fieras de presa se encerraron a piedra y lodo en sus madrigueras, parecía que la vida hubiese desaparecido por completo. Incluso, se habla de un feroz leopardo que estuvo a punto de morir de inanición encerrado en su cubil, temeroso de salir de él, sin embargo, dos pequeñas ardillas tuvieron la mala fortuna de buscar refugio tardío en esa madriguera, lo que tuvo la virtud de salvarle la vida al felino pero, este, no tuvo la misma suerte ante las fuerzas desencadenadas del diluvio. Mas tarde, al realizarse una evaluación de los hechos, su cuerpo semi destrozado fue encontrado en un lodazal enredado entre unas lianas y raíces.


Durante esos nueve días que preludiaban algo estremecedor, un ambiente tenebroso se adueñó de los ámbitos de la tierra de confín a confín. En una de las orillas de la Laguna Estigia, las almas de los condenados se apretujaban en una masa compacta presintiendo que algo aterrador estaba por ocurrir, Caronte, por su parte, había continuado imperturbable con su rutina. A bordo de su barca, transportaba a las almas de los condenados a través de la laguna. Su rostro no delataba ninguna emoción. Su mirada taladrante hendía las espesas sombras (no se sabe cómo) y se desplazaba por las aguas como si estas formasen parte de su entorno natural.

 


Fue un poco después del mediodía del noveno día. Si bien, la oscuridad era completa, el ciclo natural de las flores que abren sus pétalos cada amanecer, y los cierran al concluir el día, dieron la pauta para establecer con seguridad un horario confiable. El aguacero se desató en forma incontenible, como si se hubiesen abierto cien mil válvulas al unísono dando libertad al agua apresada. Caronte se hallaba a media laguna donde fue sorprendido con su carga plañidera. Un fuerte viento comenzó a soplar levantando, al principio, pequeñas crestas espumosas sobre las aguas, mismas que a los pocos minutos habían centuplicado su tamaño. Caronte se veía exhausto al arribar a la orilla donde se arremolinaban las almas, su rostro demacrado dejaba ver cierta inquietud, su mirada había perdido un poco de su aparente furia natural. A pesar de los ruegos de las almas de los condenados, Caronte se negó (dada la situación reinante. A realizar un solo viaje más. Podría (pensó para sí) suceder una tragedia. En medio del torrencial aguacero, Caronte cortó un pedazo de liana de unos doce metros de largo y dos pulgadas de espesor, ciñó fuertemente una punta de ésta al grueso tronco de un árbol de unos seis metros de grosor y, la otra punta, la afirmó concienzudamente a la proa de su barca, se refugio bajo un saliente empotrado en la proa de la frágil nave y esperó el curso del inusitado acontecimiento.


Y siguió lloviendo. Lloviendo ininterrumpidamente durante cuarenta lúgubres días con sus respectivas noches.


 

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