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Tan solo deseaba a través de sus letras ser inmortal...afamado....querido. Ponía el alma entera cada noche para hacer los más bellos versos que lo colocaran en un plano irreal. Flaco, desgarbado, con el pantalón zurcido y rezurcido y la misma camisa lavada y relavada caminaba  ojeroso y cansado con sus obras bajo el brazo todas las mañanas hasta las oficinas de correo, pegaba los timbres correspondientes y las enviaba a las editoriales de costumbre. De regreso en casa, desayunaba pan duro y café más aguado que negro. Mientras sorbía pensaba que su vida podía cambiar en cualquier momento...y cuando fuera un escritor bien remunerado tomaría café con leche y pan recién hecho para el desayuno...mientras tanto, solo quedaba aguantar lo duro, lo aguado, lo negro, lo rezurcido y lo relavado.

   A veces, el cartero aparecía golpeando la puerta de su apartamento y sacudiendo sus emociones con la imagen de una esperanza envuelta en sobres de papel bond. Los abría con desesperación para leer las mismas respuestas de siempre, a veces dichas con piedad, otras implacables, algunas crueles … pero todas devastadoras: “Por el momento nuestra editorial no está interesada en publicar sus obras, pero agradecemos de cualquier manera su deferencia”. Entonces arrojaba en el rincón del armario el escrito devuelto y se quedaba encerrado días enteros llorando su desgracia, envidiando a aquellos escritores mediocres que sin embargo, habían logrado publicar.

  Miraba, cada tarde, desde su ventana hacia el parque que invariablemente estaba concurrido, hasta encontrar al señor de bigote que siempre a las cinco en punto se sentaba en una banca para leer el libro que llevaba bajo el brazo. Ayudado por sus binoculares trataba de ver el título. Al tipo le gustaba de todo sin distingo de nacionalidades, sexo, corriente filosófica o género literario. Lo había visto devorarse completas las obras de Platón, Dickens, Saramago, Isabel Allende, Coelho, Carlos Marx, Homero, de la Vega, Shakespeare, La Fontaine, Byron, Machado, Rulfo, Ortega y Gasset, García Márquez, de la Portilla, Benedetti, Cervantes, Oscar Wilde. Lo examinaba mientras aquel leía, a veces con aburrimiento, otras con total concentración.

En ocasiones una lágrima furtiva resbalaba de sus ojos, cuando no, el ceño fruncido como desaprobando el desenlace o las teorías presentadas. Presenciaba sus sonrisas, la mirada melancólica que se quedaba por minutos después de cerrar el libro, la avidez con que pasaba las hojas deseando saber más, queriendo llegar al final. El escritor se quedaba entonces recostado en su desvencijada cama pensando: “Algún día, será un libro mío el que tenga entre sus manos, lo miraré desde acá grabando en mi mente cada uno de sus gestos, tratando de adivinar el capítulo en el que está por sus reacciones. Terminará el libro y una lágrima aparecerá acompañada de un suspiro. Lo veré cerrando mi obra mientras con la palma de su mano acaricia la portada como agradeciendo los buenos momentos que le brindé a través de mis letras. Entonces, sabré que he conquistado mis sueños”.

Pero los días se convertían en semanas y las semanas en meses sin que las puertas de las editoriales se abrieran en su dirección, sin embargo, él ponía el alma entera al escribir, desnudaba su corazón y se entregaba por completo a su trabajo. A veces, al releerlo para afinar los detalles se conmovía con sus propias historias. Sentía y sabía que era bueno en ello, solo necesitaba una oportunidad … ¡la necesitaba tanto!. Quizás por su empeño, o por la visión de su ropa descolorida y de forma indefinida a fuerza de tanto uso, lavado y zurcido, o tal vez porque el café aguado era desagradable hasta para ella que no era quien lo bebía, la Fortuna se compadeció de él y le sonrió. Una tarde de mayo, el cartero  entregó al inquilino de apariencia rara y lánguida un sobre que aquél recibió con resignación imaginando que la respuesta sería la misma de siempre. Aunque, ésta era más bien una carta, no traía la obra devuelta. Una luz de esperanza brilló en su interior sacudiéndolo.

Con manos temblorosas abrió la misiva extendiendo ante sus ojos la hoja de papel membretado en la que resaltaba el nombre de la editorial. Comenzó a leer con nerviosismo hasta que llegó al renglón tantas veces anhelado: “…por lo tanto hemos decidido publicar su obra…”

Salió corriendo como un loco del edificio hasta el parque, las palomas volaron en todas direcciones precipitadamente evitando  que el desaforado terminara por pisarlas, corrió alrededor de la fuente con los brazos levantados mientras gritaba de felicidad. La gente que pasaba cerca de él apresuraba el paso pensando que estaban frente a un deschavetado sin remedio. Miró al hombre de bigote que se disponía a sentarse en una banca como todas las tardes para leer su libro. Corrió hasta él y tomándolo de la mano le dijo con euforia:

-“Soy Víctor Cavazos. Recuerde mi nombre: Víctor Cavazos. Dentro de poco nos veremos en este parque … quiero decir, me leerá en este parque”.

Y sin más, salió dando brincos y grandes zancadas mientras el hombre lo miraba desconcertado. Su novela fue todo un éxito, se mudó a una casa con jardín. Ahora vestía con ropa elegante, viajaba en auto con chofer, la editorial le pedía más libros, ya había cumplido con la entrega de dos que corrieron con la misma suerte del anterior. Desayunaba todas las mañanas café con leche y pan recién horneado. Le pedían colaboraciones de todos lados, lo solicitaban para que diera conferencias, se imprimían  cada año agendas con fragmentos de sus obras y frases de su autoría que se terminaban apenas salían al mercado.

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