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Morí. Cuando me percaté de ello, estaba en el limbo, suspendido en el vértigo, sin palpar con los pies suelo alguno, flotando en una oscuridad que penetraba en los límites infinitos de la inmensidad vacía. Pero más me impresioné al observar que no tenía cuerpo, era sólo pensamiento: hablaba pero no sentía mis labios, veía pero no encontraba nada material delante, y ni siquiera parpadeaba porque sólo era visión sin carne, vista y pensamiento, únicas cosas existentes en aquella otra vida.

¿Pero para qué la vista donde no había más que oscuridad, y para qué pensamiento donde sólo existía un vehemente deseo de claro descanso? Toda una vida de preocupaciones, dudas, preguntas sin respuesta y cuántas cosas más golpeando una y otra vez las paredes de mi cerebro, era un cúmulo ingrato de sucesos revoloteando en mi mente, para ahora continuar aún el perenne hablar del pensamiento.

Muchas veces pensé con desdén en la muerte como una esperanza, pero ahora en ella, he encontrado más soledad y más vacío que todo lo absurdo de mi austera vida implacable; peor que cuando intentaba divertirme con las preguntas raras de los hombres de blanco y las actitudes ambiguas de mis otros acompañantes. Por lo menos allá veía algo; acá miro sin ver absolutamente nada. Allá pensaba en el presente, en el futuro; acá sólo existe el pasado congelado en el recuerdo vivo de aquella vicisitud miserable antes de estar con la gente de la que hablo arriba. Y es mejor ser masoquista en el sentido de recibir los golpes, y no estar en la angustia desgarradora de esperarlos, sin que éstos terminen por llegar; así me sentía, pues no había presente, y menos, futuro, estaba perdido en un tiempo detenido, sumido en una eterna noche sin luces, aguardando un amanecer que no aparecía en el horizonte invisible de la espesa negrura.

Sin embargo, una luz terció el panorama en lontananza. Me cegó. Yo me encontré entonces tirado en una cama con agujas incrustadas en mis venas. Había una señora de blanco a mi lado. En el opuesto colgaba una botella bocabajo, goteando por un conducto que llegaba hasta mi brazo derecho. Vi el izquierdo, entre el antebrazo y el húmero, vendado, y un dolor punzante me lo adormecía. Del cielo raso pendía una pequeña lámpara, contra la que estrelló su cuerpo varias veces una mariposa negra que penetró por la ventana de persianas abiertas, por donde se colaba también un viento helado.

En ese momento entraron dos hombres. Uno de ellos llevaba una sotana oscura, con el tiempo lejano dibujado en el rostro. El otro usaba gafas, tenía las manos entre los bolsillos de su camisón blanco, y el estetoscopio asido al cuello. "¿Quién era?", indagó al médico el sacerdote. "Aún no lo sabemos", dijo sonriendo el médico, mirando la mariposa salir por la ventana. "Lo trajeron hace poco de la clínica para dementes", concluyó. El sacerdote se apresuró a ponerme los santos óleos. Hizo unos cuantos ademanes, miró hacia arriba implorando en su falsa fe, y me dio la última bendición. Ambos volvieron a salir. "¿Quién era?". Esta pregunta vibró en toda la pieza, continuando la perseverancia de mi cuita.

Cuando todo se opacaba y algo se escapaba de mis adentros, recordé lo que había soñado. Entonces quise agarrar mi vida, la arañé con ansias desesperadas, pero sólo atrapé el aire sin forma de una esperanza vana. Mi grito espantó el sueño cansado de la enfermera. Luego alguien cerró mis párpados.

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