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Cierto día, al mediar la tarde, a la sombra de un frondoso árbol y sentado sobre una dura roca, hallábase un viejo filosofo meditando sobre los recónditos arcanos de la existencia mientras contemplaba el discurrir murmurante de las aguas claras de un tranquilo arroyuelo.


Era una tarde serena. El cielo límpido, de un azul resplandeciente, servía de fondo a pequeñas manadas de nubes que transitaban perezosamente por las profundidades impelidas por un tenue vientecillo que las amontonaba haciéndolas tomar formas caprichosas.


Desde el bosque cercano, llegaban los estridentes sonidos de las aves acallando cualquier otra manifestación extraña.


El filósofo tomó con una de sus manos una pequeña rama, y con ella, fue siguiendo la ruta zigzagueante de una laboriosa hormiga que se desplazaba hacía una meta incierta.


En ese momento, la Muerte, que en forma premeditada. O, accidental, (nunca se sabe) pasaba por el lugar, desvió su camino y fue a sentarse junto a él.


Era tan profunda la abstracción del hombre, que no sintió la ineluctable presencia, (quizá un leve soplo frío, algo tan sutil como el acariciante beso de la brisa) que continuó en su ensimismamiento.


Veo, -dijo la muerte- que son graves tus reflexiones, tan graves que no has notado mi llegada.


El ramalazo de una emoción desconocida, sacudió al sabio al sonido de aquella voz. Una voz que parecía haber sido modulada por los arpegios mas  bellos del universo.


¡Que hermosa voz! -Pensó el hombre volviendo lentamente el rostro hacia la recién llegada-


¿¡Te sorprende mi presencia? Murmuró tiernamente la muerte.      -¡No! Lo que me extraña es tu tardanza. Toda la vida he ido en tu busca.- -Contéstole el sabio-.


Se miraron fijamente –evaluándose– en el hombre, la nívea blancura de su pelo, reflejo de muchos inviernos transcurridos. Su frente, un mar sereno surcado por la barca fatídica del tiempo. Su gesto noble y, en su mirada, la chispa inocente de la curiosidad insatisfecha.


Un halo de ternura envolvió a la eterna peregrina, y la punzada que vibró entre sus entrañas, tocó las fibras más recónditas de sus vedados sentimientos, como la Madre que se ve obligada a mandar a su hijo a la cama, aunque éste insista en seguir jugando.


El hombre desvió la mirada y tiró la pequeña rama a la suave corriente del arroyuelo, tornando de nuevo su vista hacia la no invitada, y, ¿qué vio?.


En el etéreo rostro de la Muerte, contempló la impronta de todas las razas de todas las edades nublando su semblante. Su cabellera, una hermosa cascada de matices tornasolados movida suavemente por el vientecillo estival.


En la comisura de sus labios, un rictus, de ¿tristeza?, ¿sarcasmo?. Miro sus ojos. Dos profundos abismos de infinitos arcanos se extendían ante él, y, ávido de saber, se asomó a ellos, y en ellos lo contempló todo.


El principio y el fin de todas las eternidades.


El odio, el amor, lo sublime y lo abyecto. La respuesta  a todas sus interrogantes, y también, encontró ternura y paz, y, sin una sola duda, se sumergió en ellos, que se cerraron dulcemente, como dos brazos amorosos sobre de él.

 

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