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Ir a: El Muerto (Parte 2)

Otros peligros conocí en la travesía, mas contarlos aquí, me llevaría el resto de la vida. Así que me remitiré a escribir sobre el claro. Cuando llegué a él, el bosque parecía un ser azulado. La noche, una de tantas que encontré en el camino, también parecía un ser vivo. Y en medio de ese espacio despejado, estaba la casa, y el interior por todas partes estaba cerrado. ¡Dios! Vaya tarea la que me encomendaste,  más que hacer, decidí entrar por alguna parte.

Le di la vuelta con cuidado, pero no vi una entrada por ningún lado. Me senté frente a lo que consideré sería la entrada y traté de pensar en una forma de entrar en la casa encantada. Y así permanecí durante largo rato, hasta que llegó Morfeo y me hizo olvidar todo sobre el maldito claro. El sueño cubrió con dulzura mis ojos y soñé con el hombre por quien esta travesía había comenzado. Estaba él parado al lado de un árbol, más el hacha, que debía estar en su mano, no estaba. Descansaba contra el tronco, apoyando sobre él su cuerpo y aunque mantenía los ojos cerrados, yo sabía que dormido no estaba. Y así, pareciendo dormido, me habló en mi propio sueño, tratando de mostrarme la forma de encontrar el camino. Me dijo:

- Existe una forma de encontrar la puerta que estas buscando.

- ¿Qué forma es esa?

- Déjame hablar que con mucho tiempo no ando.

Yo callé un poco avergonzado. Al fin y al cabo muy mal me había comportado. No debía interrumpir a aquel fantasma que interrumpía su trabajo. Porque ya podía imaginar el castigo por actuar como él había actuado.

- La forma de encontrar la puerta es muy sencilla, - retomó el ser la palabra. - Tan sólo debes desear con fuerza el encontrar la entrada. Entonces, hablarle debes a la casa como a un ser vivo, ordenándole que te abra la puerta, que te enseñe la entrada.

- Te agradezco el consejo, - alcance a decir al desdichado, más fue lo último que le dije porque desperté sobresaltado.

 

El sol ya había calentado el claro y despejado la niebla, la que era de color azulado. Por fin pude apreciar el verdor del bosque en toda su belleza. Me había cansado de la noche, me había cansado de la tristeza. Porque cuando recorrí aquel camino por las noches, teniendo a la Luna por único acompañante, la melancolía me había asaltado tratando de desanimar al pobre caminante. Y ese era yo, al punto del desmoronamiento, más la fe en Dios me dio las fuerzas para superar las tristezas. Por ello que de ver el sol estaba desbordado y de alegría no de tristeza, porque era algo que durante mucho tiempo había deseado. Así que, olvidándome de la entrada, me puse a danzar mi alegría y a alabar al Señor que me había permitido llegar al claro. Caí al suelo y me revolqué en el pasto, hasta golpearme con algo que en mi camino se había atravesado.

Miré lo que era, pensando que era un tronco, más era la casa y enseguida recobre mi aplomo acostumbrado. Recordé con viveza el sueño y lo que el leñador me había aconsejado, así qué, deseándolo con todas mis fuerzas, me puse de rodillas y con respeto dije:

- ¡Enséñame la puerta, casa!

Cual no sería mi sorpresa y también el tremendo susto, cuando se derrumbó una pared hasta tomar una forma y cuando se disipó el polvo, pude ver la entrada y del interior una lúgubre luz, un tenue resplandor emanaba. Quise entrar enseguida, más algo faltaba, con algo no estaba a gusto. Entonces recordé lo que Dios me había ordenado: "Vuélveme a llamar y te diré el siguiente punto".

- Señor, - grité con el corazón en la mano. - Señor, ya he llegado al susodicho claro. Ya he abierto la entrada de la casa...

- Bendito seas, - tronó una voz y caí de rodillas, alabándola de inmediato. - Ahora que la entrada está abierta, ve al punto donde comienza la puerta. Más no atravieses el umbral si aprecias tu vida. Tan sólo mira el interior y recuerda lo que ves, porque en ello te va la vida...

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