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En el lugar menos esperado la encontró. Sentada en un pupitre de una aula universitaria, con una preciosa sonrisa dibujada en el rostro.  Ella le hizo con un ademán, una invitación para que se sentara a la par suya.  El aula estaba vacía, con excepción de cuatro o cinco personas más, así que podía sentarse donde quisiera, pero devolviendo aquella ingenua sonrisa, aceptó y ocupó el lugar ofrecido. Medio nervioso, hizo el intento por centrar su atención en la clase.

Ella habló, para opinar sobre lo que se estaba tratando. Esa voz, tan familiar.   Definitivamente, parecía ser ella, pero necesitó verla directamente a los ojos en el momento del receso, mientras tomaban café, para confirmar que el destino estaba jugando irónicamente, una vez más.

La había buscado por todas partes. Llevaba siglos buscándola.

Se enamoraron en Sumeria. Tuvieron hijos y eran inmensamente felices, pero una guerra los había separado, él murió en combate. La volvió a ver durante la construcción de una pirámide en Egipto, pero esta vez, ella era inalcanzable pues mientras él era un obrero de las canteras, ella era parte de la familia del Faraón. Pudieron cruzar sus miradas mientras un cortejo real visitaba los sitios de construcción y los canteros cesaban sus labores para inclinarse ante tan altos visitantes. El sintió una fuerte presencia y arriesgándose a ser azotado, levanto la mirada directamente hacia el lugar de donde venía aquel fuerte magnetismo, únicamente para encontrarse con dos ojos fulminantes que conocía de mucho antes. En esa fracción de segundo, se reconocieron pero no había nada que hacer. Esa vez, era imposible.

Otra vez, la vio en Atenas. Pero esta vez el inasequible era él. Hacía cinco o seis años, que había tomado los votos Pitagóricos, y estaba consagrado a su escuela y al estudio. Intentaba buscar respuestas a preguntas que no lograba saber de dónde venían. Estaba convencido de que en los números encontraría una forma de llenar el vacío que sentía dentro de sí. Creía que profundizando un poco más en el estudio, lograría satisfacer esa necesidad. Estaba convencido de eso, hasta que un día, en una visita a aquella ciudad, la vio en el ágora comprando víveres, y como siempre sucede en estas historias, fue la proverbial caída de una manzana que rodó desde su cesta, la que hizo que se reencontraran sus miradas. Dudó. Pensó en abandonar su escuela, pero severos juramentos lo unían a esta hermandad, así que en contra de su voluntad, nunca más volvió a Atenas.

En otra ocasión, en el siglo XIV, había conseguido trabajo en un barco mercante que saldría en pocos días de Marsella, con destino a África. El día convenido, se presentó a la nave, y justo cuando acababan de soltar las amarras, la vio caminando en el muelle. Le gritó, la llamó por el último nombre que recordaba de ella, su apelativo sumerio, pero ella no escuchó los gritos. Llegó a África, e inmediatamente regresó a Marsella en otro navío.  La buscó incesantemente por todos lados, pero no la volvió a ver.

En muchas otras vidas, él llegó, buscó por todas partes y no la vio jamás. Si, fueron muchas las veces que no coincidieron. La última vez que recordaba haberla visto, fue en el siglo XVIII, en Versalles, pero fue a través de una reja.

Hoy, sin buscarla, ahí estaba. Sentada en el mismo curso que él se había asignado. Sentia escalofrios constantemente, Hubo momentos en que quiso llorar de la emoción.

Tanto tiempo había pasado, tantas historias habían vivido. Y ahora, de pronto, coincidían en país, año, edades, todo.

La reconoció de inmediato, quería abrazarla, besarla, vivirla, pero los prejuicios sociales de esta época lo detenían. A él le fascinaba ver como coincidían en todo, en gustos, en opiniones, en música, en colores.  Eran almas gemelas.

El tiempo que compartieron en la universidad, fue suficiente para que él se diera cuenta de que nada había cambiado. Solo el país, los nombres y la época.

Cuando estaban por terminar el curso que llevaban juntos, ella le dijo que tenía algo para él. Le pidió que la acompañara a su carro.

Mientras caminaban, él sentía que su corazón se iba a salir del pecho. Llegaron hasta un carro azul con polarizado oscuro. Ella sacó un sobre, se lo entregó, y casi temblando pudo ver una hermosísima invitación para dos semanas más tarde.

Ella quería que él asistiera a su boda.

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