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Al otro día, en la sesión con el médico de locos me mostró los dibujos y me hizo preguntas que no entendí. En conclusión, le dije que los monstruos y los paisajes de cementerios no eran el reflejo de mi alma torturada, para nada, eran una forma de sacarme del cuerpo y del alma toda la porquería acumulada durante años, más bien que me diera un tema y le dibujaba lo que quisiera. Pidió un paisaje bonito y quedó encantado del resultado, el resto de días que siguieron me separaron del grupo a dibujar solitario en una sala. El doctor recogía todos mis dibujos y, al final, se quedó con ellos, mas de cien. En el tiempo libre dibujaba y escribía y regalaba dibujos y versos a las enfermeras y a las locas. A los varones ni mierda, bueno, con excepción del veterano que me instruía sobre las novedades. Esos regalos se tradujeron en mejores raciones en las comidas, traslado a una pieza con mejor ubicación de luz y ventilación, en, fin mejor trato en todos los sentidos… pero el amor se tiró todo.

Una tarde internaron a una hijuemadre loca que me gustó desde la entrada, con tan mala suerte que la bendita se prendó de mi con igual o mayor fuerza y ahí sí que me volví loco y la tal más loca. Las actividades eran conjuntas pero la sección de los dormitorios separada. Como para el amor no hay barreras nos las ingeniábamos para encontrarnos en algún rincón para echar polvos de afán. A mi amor de locura le encantaban las pepas, mejor dicho era adicta a los alucinógenos como el LSD, Éxtasis y todas las sustancias encapsuladas que podía conseguir; yo, por ignorancia, colaboré a que se volviera más loca. Mis somníferos y tranquilizantes los escondía para mi amor, de manera que la pobre, en plena cura de desintoxicación, se metía entre el cuerpo dosis doble o triple de la indicada por el facultativo. Para mí fue muy triste cuando le dio un ataque depresivo con intento de suicidio y se la llevaron para el otro patio, el de los locos con cierto grado de peligrosidad. La verdad, desde el principio ella me mostró sus muñecas con las cicatrices dejadas por las cuchillas en varios intentos de suicidio; las huellas de las agujas en sus venas y su cuello y la marca que dejó una soga en su garganta como un collar macabro.

Cuando se la llevaron entré en un estado depresivo intenso, desesperado, total; en parte real y en parte fingido para que me trasladaran a la otra sección y poder verla, hablarle, besarla… tirar como locos; la imagen mental que yo tenía de la otra parte era similar a la que conocía. Cuando me metieron entre la camisa de fuerza y me dominaron entre las dos enormes enfermeras y dos terapeutas para aplacar mi ataque de furia destructiva que se llevó por delante las plantas el jardín los aparatos para el ejercicio y tres dientes de un loco que se atravesó, pensé haber logrado mi objetivo.

Me engañaron, mejor, me engañé. La otra sección parecía una cárcel. No veía el patio, ni la sala de juegos ni el pequeño gimnasio. Un largo corredor con puertas metálicas a lado y lado. Ante una de esas puertas nos detuvimos. Una llave giró y de un empujón quedé sentado en el centro de un cuartito de dos por dos metros, completamente acolchado, como lo había visto en las películas para que no me hiciera daño al golpearme contra las paredes.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Creo que bastante. Me mantienen en un estado sonámbulo a punta de pepas e inyecciones. Me alimentan bien, el médico habla conmigo todos los días pero no contesta mis preguntas sobre el paradero de ELLA. Me siento perfectamente y los fantasmas del pasado se esfumaron.

El psiquiatra que me fue asignado desde el principio me dijo que en unos días me darían de alta porque en el manicomio no podían hacer ya nada por mí, el desquiciamiento que me atormentaba era de otra índole  para el cual la ciencia no ha encontrado remedio: estaba  loco, pero loco de amor.

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