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Una de las llamadas ciudades de hierro, que visitaban la ciudad con intervalos de cinco o seis meses, llegó con la novedad del martillo, un artilugio consistente en una enorme T cuya vertical era un eje fijo a la tierra y la horizontal llevaba en cada punta una cabina. Cada una de estas podía albergar dos personas, relativamente cómodas, en un espacio herméticamente sellado. La persona quedaba sentada y sujetada con un cinturón que el encargado del aparato se encargaba de sellar para evitar que en una de las vueltas y revueltas el pasajero se golpeara contra el techo o las paredes porque la cabina daba vueltas sobre sí misma mientras el eje horizontal dejaba de ser horizontal y a veces giraba hacia delante o hacia atrás, paraba, se devolvía en unos giros alocados, cuya finalidad era desesperar al usuario y causarle cierto pánico.

A ese parque de diversiones llegamos con Ricardo P, Néstor mi hermano y el “Bobo” Ávila, los tres primeros con algunos tragos en la cabeza y este último en una borrachera de campeonato, nos acercamos al martillo y el “Bobo” insistió en querer montar; nosotros tratamos de disuadirlo mientras el maquinista se sonreía con malicia y decía:

- “Déjenlo que se divierta, más borracho no puede quedar”.

Nuestro amigo sintiendo el respaldo nos dijo vacilante:

- Si ven, pendejos, este hombre si sabe como es la vaina, yo me subo.

Y se subió. El encargado del aparato lo sujetó con el cinturón, cerró la cabina, dio la vuelta lenta para que se subieran los dos pasajeros de la otra cabina y comenzó el espectáculo. Nuestro compinche gritaba que no más y el tipo, en vez de parar, aceleraba el artilugio mecánico y se reía. En algún momento Alfonso pidió auxilio, socorro, llamó a Dios, trató de hijueputa a todo el mundo y no dijo nada más… quedó en silencio…

Cuando el hombre sonriente y feliz abrió la cabina cambió de color, olvidaba decir que el tipo era negro, se tapó la nariz, gritó, maldijo, mandó para la puta mierda a todos los borrachos del mundo, comenzando por los que estábamos ante su vista y nos reclamó por daños y perjuicios, que lo habíamos jodido, que ya no podía trabajar más ese día que llamaran a la policía...

Nuestro amigo con el mareo producido por las vueltas, revuelto con el alcohol que llevaba entre el cuerpo, hizo las cuatro gracias del borracho: vomitó, se orinó y se cago en los pantalones, ¡Ah!, y lloró, que es la cuarta gracia. Ustedes pueden imaginarse el olor nauseabundo de la cabina y el reclamo del pobre negro que debía asear su máquina y eliminar el olor. Despué,s los que dejamos de reír fuimos nosotros, porque nos tocó llevarlo entre llantos y vomitadas hasta la casa, retirada del sitio como un kilómetro.

De mi libro HISTORIAS EBRIAS

Edgar Tarazona Ángel
http://edgarosiris310.blogspot.com

 

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