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Para Elisa


Me vuelvo a preguntar qué es el amor. No encuentro ninguna respuesta que pueda satisfacer una duda como ésta. Tal vez sea sólo una palabra para intentar creer que no estamos solos, que alguien más nos necesita y no somos tan inútiles como lo seríamos sin aquellas cuatro letras sibilinas. Tal vez sea un escudo para refugiarnos en los tiempos de lasitud, un biombo donde esconder la degeneración empírica del ser humano (que somos y nombramos tantas veces durante nuestra vida). Sin embargo cada intento por descifrar la pregunta ambigua (estúpida y profunda) reverbera en las paredes de la mente, y escapa por entre sus rejas, dejándonos encerrados en medio de la confusión. Miles de palabras, innumerables idiomas, lenguas (orales, escritas, viscosas y ásperas, suaves y rojas), sonidos, señales. Nada aún que haya servido para conformar la clave acendrada en donde cierra el rompecabezas (esa ignota pieza en la cual coinciden todas las demás, y por la cual existen, ignorándola con la ingenuidad con que una gallina ignora un huevo).

Será, entonces, el amor una chalana que se dirige (perdida) contando tramos interminables de agua y océano a su paso, sin saber cuál es su cargamento ni por qué lo lleva encima. Un piso lábil a punto siempre de hundirse y a punto siempre de salir a flote, con sus náufragos que se piensan reyes, y actúan con esa falsa y cobarde alacridad, (ya duchos en remar hacia la mentira -de haber encontrado la felicidad-, sonrientes sardónicos y crónicos, ese gesto que otorga el fracaso fundido hasta en los huesos) demostrando -sin querer- la débil y repugnante materia con que fueron hechos. El amor como política, el amor como contención, el amor como bandera, el amor como mujer, el amor como un dios, el amor como una enfermedad, una cura; el amor como el huésped de los parásitos que fuimos, somos y seremos. El amor con tantos sentidos que los pierde a todos. Finalmente, el amor como ese esquife tambaleante, repleto de no videntes que reman cada uno a un sitio diferente. Y ahí, si uno observa bien, encuentra a un lector confundido, y un autor confundido, tirando del agua (impotentes, sin poder rajarla más que unos segundos) con sus remos, vacuos, persiguiendo un inextricable destino. Envejecidos, llorando por dentro su eterna mentira, su condena por ser algo más que animales y algo menos que lo que intenta ser su raza. Cenizas de las cenizas, bronca reprimida, un hato de soledades bien acompañadas por los prejuicios que cada una fabrica.

Y a medida que se avanza en las inquisiciones se crea otra sobre otra ¿acaso existe ese amor (rosa, magro, con tantos sentidos que los pierde a todos) en algún paraíso escondido del que alguna vez fuimos desterrados? Yo estoy seguro de que no. Pero no reniego de aquellos perdurables buscadores de algo sin forma ni tamaño ni definición. Aquellos seres buscan el infinito, su tarea consiste en la búsqueda y no en el hallazgo. Al igual que la consistencia de la humanidad (sería fatal encontrar aquello que siempre buscamos, o sino fatal, simplemente nuestro fin).

 

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