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Capítulo I

 

― ¡Es fantástico lo que estoy viviendo! ¡Yuuujuu!. Miro las nubes con desdén, me mofo de su pequeñez ― vociferó Alan, en un evidente estado de excitación.   

―  ¡Cálmate por favor!  ― le reprimió Evans, tratando de apaciguar inútilmente a su amigo. Instantes después agregó ― ¿espero que esta cosa sea segura, la percibo muy inestable?.  

En tierra, una hora antes, la situación era mucho más tranquila y serena. Mientras observaba como preparaban el globo aerostático con el cual recorrerían la ciudad de Tokio, Evans trataba de recordar cuales fueron los argumentos de su amigo Alan para que lo convenciera de subirse a ese artefacto volador. Siempre tuvo pánico a las alturas, lo que rememoraba cada vez que subía a un avión, pero esto era muy distinto. “Te divertirás observando la ciudad desde el aire, es una experiencia increíble”, con claridad meridiana comenzaba a recordar lo que le había dicho Alan cuando planeaban sus vacaciones, allá en Arkansas, algo que ahora le parecía tan lejano, no solo en el espacio sino también en el tiempo. 

Sumido en estos pensamientos, se quedó mirando la cesta de mimbre en la cual subiría, percatándose que era mucho más grande de lo que imaginaba. Tenía cuatro compartimientos separados y en cada uno irían dos personas. En el centro estaba el lugar del piloto que lo controlaría. “Por lo menos no estaré solo” pensó.

― ¿De qué material es el globo? ― preguntó Evans en inglés, al supuesto “Capitán”, un hombre de escasa estatura y rasgos asiáticos.

―  Es de poliéster, muy resistente. También suelen hacerlo de nylon ― respondió con erudición.

― ¿Cómo se eleva, no veo motores? ― continuó inquiriendo Evans.

― Utilizamos quemadores que hacen posible la combustión de propano, un gas que calienta el aire y lo hace más liviano que el aire a su alrededor. Eso impulsa el vehículo hacia arriba. Es un principio de la física. Luego tomamos las corrientes de los vientos y así nos desplazamos  ― el orgullo del nipón por su oficio ya no le cabía en el cuerpo.

Evans se sintió apabullado ante ese pequeño hombre con voz estridente y perfecto inglés; decidió no preguntar más.  

― Es hora de subir ― ordenó el Capitán finalmente.

Todos lo hicieron en forma sigilosa y expectante. Había turistas franceses, irlandeses y hasta noruegos: era una gran torre de Babel en ese estrecho cubículo.

El ascenso fue tranquilo. Una de las cosas que más le impresionó a Evans fue el silencio. Allí arriba, salvo las veces que los quemadores enviaban el gas propano al globo, no se escuchaba nada en absoluto. La ausencia de cualquier atisbo de sonoridad, incluso la de los pájaros que acompañaban a los tripulantes a su alrededor, daba una sensación de inquietante paz.   

Después de una hora en el aire, allí estaba Evans tratando de controlar la euforia de su amigo Alan sin perder su propia cordura y serenidad que hasta ese momento había tenido a pesar de su miedo a volar. Los demás turistas observaban el paisaje urbano de Tokio y hacían efusivos comentarios. Algunos tomaban fotografías. El Capitán, mientras tanto, relataba las particularidades de las zonas que visitaban, en su inglés impecable:   

― Ahora están viendo el Cementerio de Aoyama, ubicado en la zona de Minato, al sur de la ciudad. Tiene una superficie enorme, cercana a los doscientos cincuenta mil metros cuadrados.

Todos exclamaban con asombro cada palaba que decía y luego sobrevenía un discreto murmullo entre ellos. Con actitud pedagógica, continuó su comentario anterior:

― Aquí en Japón no es como en occidente donde los cementerios están apartados de la cotidianidad de los mortales que consideran a la muerte como algo desconocido, horrible, de lo que es preferible no hablar. Aquí, por el contrario, tenemos los cementerios en el centro de las ciudades porque es parte de la vida de todo japonés. Este cementerio en particular, por ejemplo, aunque les parezca increíble, en temporada de “hanami” coincidente con el florecimiento de los cerezos, muchos jóvenes se reúnen y arman picnics al aire libre. Las hermosas arboledas que pueden apreciar desde aquí dan un maravilloso entorno para ello. Es un día de júbilo para todos.    

Los oyentes quedaron perplejos con estas palabras. Evans, por el contrario, intentaba escudriñar con sus binoculares el paisaje cuando entre los árboles, sentada en una banca, divisó una mujer de bellísimos rasgos orientales. Estaba vestida toda de blanco. Cuando la joven alzó la mirada, unos penetrantes ojos negros suavemente rasgados lo perforaron como un rayo hasta lo más hondo de su alma. “No puede ser real lo que estoy viendo”, se dijo mientras comenzaba a sentir que la sangre se le ralentizaba. Con las piernas temblorosas continuaba viéndola hasta que la chica se levantó muy femeninamente para perderse en una de las callejuelas. No podía seguirla con los binoculares porque iba en dirección contraria al globo y la espesa arboleda se lo impedía. La ansiedad invadió todo su cuerpo.  

― ¿Que te sucede Evans, estás bien?. Parece que hubieras visto al propio Demonio. Te ves pálido y casi sin aliento  ― preguntó su amigo preocupado.  

No hubo contestación. Después de unos instantes, cuando le volvió color a sus mejillas y pudo salir de su aletargamiento, respondió:

― He visto la mujer más hermosa de mi vida. No lo puedo explicar, pero siento que la he estado esperando desde que nací. Es como si nos volviéramos a encontrar.   

Alan frunció el seño en actitud de desconfianza, pero al verlo tan acongojado fue indulgente. Lo tomó del hombro y le dijo:

― Si es como tú dices, la volverás a ver.

Eso no reconfortó su inquietud, solo deseaba saltar de esa canasta e ir a su encuentro. Un pequeño vestigio de racionalidad primó en su ser y no lo hizo.

El viaje iba llegando a su fin. El descenso fue muy suave, tanto que duró casi veinte minutos. En tierra firme, los dos jóvenes se dirigieron al hotel. Evans permaneció en silencio todo el camino, inmerso en la imagen de la chica que había visto. Fue un día de muchas emociones y decidieron ir a dormir temprano. 

 

 

Capítulo II

 

A la mañana siguiente, Evans se levantó de la cama muy temprano y se dirigió al único sitio que deseaba: el cementerio de Aoyama. “Hay una oportunidad entre un millón de encontrarla y no la voy a desperdiciar”, pensó con mucha convicción.   

Cuando llegó al lugar, una multitud de personas se desplazaba por las calles de esa enigmática ciudad de los muertos y otras estaban reunidas en los espacios verdes.  Confirmó con sus propios ojos lo que el Capitán del globo había explicado: “realmente los japoneses caminaban entre los sepulcros como si fuera un paseo dominical”. Continuó observando con mucho asombro y pudo verificar que las tumbas no eran como las de occidente con criptas y cruces por doquier. Eran solo pequeños obeliscos abigarrados con inscripciones y algunas flores a su alrededor.

El brillante sol de la tarde se desparramaba sobre el lugar dando un vigoroso optimismo a todos, menos a Evans que caminaba absorto en su objetivo: encontrar la banca que había distinguido desde el aire. Por fin logró su cometido. Solo debía esperar y con un poco de suerte, volvería a verla. Las horas pasaban y Evans observaba en todas direcciones, como animal herido en busca de ayuda. En algunas ocasiones creyó verla para luego desvanecerse en la decepción. El sol comenzaba a morir en el horizonte y su ansiedad solo aumentaba. Con sus manos refregó sus cansados ojos cuando de pronto la vio. Detrás de un árbol con el mismo vestido blanco. Ella se acomodó suavemente su lacio pelo negro y continuó con su camino. Evans se levantó de la banca como un resorte y la siguió. La chica se deslizaba por el césped con tanta suavidad que parecía no tocarlo. Cuando llegó a un grupo de lápidas funerarias rodeadas por una exuberante arboleda se detuvo bruscamente para desaparecer misteriosamente. “¿Qué está pasando?” se preguntó.  

Cautelosamente recorrió el sitio hasta que por fin logró distinguirla nuevamente. Estaba parada, inmóvil, frente a una tumba. Su cuerpo parecía ser muy brillante, aunque la luz era difusa. Evans se acercó dudando de esta visión surrealista; cuando estuvo suficientemente próximo le preguntó en tosco japonés: 

― ¿Eres real?.  ¿De carne y hueso?.

La extraña figura se dio vuelta y con un gesto firme respondió en perfecto inglés:

― ¡Claro que sí estúpido!.   

Evans no esperaba esta reacción pero al mismo tiempo le produjo una apaciguadora serenidad: “la chica no es un espectro”, pensó. “Ellos no hablan así”.

― ¡Vete de aquí o arruinarás todo! ― susurró en voz baja mientras se daba vuelta disimuladamente.      

Antes que los dos jóvenes pudieran decirse algo más, se escuchó una áspera y sonora voz que ordenó:

― ¡Corten!.

De la nada aparecieron camarógrafos, sofisticadas cámaras y equipos de filmación. La chica era una modelo y estaban grabando una publicidad muy vanguardista. El día anterior habían fracasado en las tomas y por eso la estaban repitiendo. Después de recibir los insultos de los productores, Evans se apostó a un lado, muy avergonzado, mientras terminaban el rodaje. Luego pasó algo que él no hubiese esperado nunca: ella se acercó con gran determinación, se inclinó unos quince grados juntando las manos en sus muslos con los dedos tocándose, como es costumbre en el saludo informal japonés:

Konichi wa (hola).

 Evans también se inclinó pero mantuvo los brazos a sus lados, propio de los hombres. Luego se quedó en silencio, no sabía hablar japonés y ella lo intuyó.

― Mi nombre es Yuryko, significa niña de los lirios ― le dijo en inglés y luego extendió su mano ―.  Así se hace en occidente: ¿ no es verdad?.

Evans la tomó retraídamente. Sintió su suave piel blanquecina y eso lo estremeció aún más.  

― Mi nombre es Evans. Ayer te vi desde el cielo y debía conocerte.

― ¿A caso eres un ángel? ― se sonrió pícaramente.  

― No, nada de eso. Solo viajaba en globo aerostático, como turista ― respondió vacilante.  

― Perdona por lo de estúpido, pero así se expresan los estadounidenses cuando algo les molesta. ¿No es así?.

― Algunos, no todos. Pero no importa, descuida.

Yuryko se cruzó de brazos y lo observó con la cabeza inclinada hacia arriba por la elevada estatura de él con respecto a ella. Sus  ojos café y pelo lacio rebelde que le caía sobre parte del rostro, pareció fascinarla al instante. Juntos continuaron caminando por uno de los senderos que conducía a la salida, mientras los demás empacaban sus cosas.   

― Aprendí inglés por mi cuenta. También hablo otros idiomas y hasta lenguas muertas como el latín  ― comentó arrugando su pequeña nariz en una femenina y muy armónica cara.

Cuando llegaron al pórtico principal, la chica se quedó detenida, como si algo le impidiera cruzarlo. Evans pensó que tal vez era solo una superstición más de los japoneses, algún excentricismo que él no comprendía. Yuryko le pidió que se marchara prometiéndole que se encontrarían nuevamente en ese lugar. Si bien era un hermoso predio con elegantes arboledas y aromáticas flores, no era el lugar ideal para estar con una chica, pero lo aceptó a regañadientes con tal de volverla a ver. Mientras se alejaba, sus pensamientos estaban sumergidos en los insólitos sucesos que le tocó vivir. Parecía una chica muy agradable, inteligente y sobre todo, hermosa, aunque un poco rara: “pero las modelos son así” pensó.

Al otro día volvieron a encontrase en ese sitio. Ella estaba vestida con una fina blusa azul y pantalones blancos, muy a la moda, como era lógico. Cuando vio esa figura esbelta acercándose a él, sintió que el corazón le salía de la caja torácica. Se saludaron y caminaron por las callejuelas.

― ¿Tienes familia? ― preguntó ella.

― Fui educado en un orfanato de niños y no conocí a mis padres. Cuando tuve la edad suficiente, me marché de allí. 

― ¿ Y tú Yuryko ?.

La chica se quedó en silencio y con la mirada fija en el sendero que transitaba con él. Se detuvo en una banca y con su voz melodiosa le dijo:

― Sentémonos.

Cuando lo hicieron, ella aclaró: 

  ― Prefiero no hablar de ello, es muy doloroso.

Evans la comprendió porque conocía muy bien el abandono y la soledad. Desde ese momento solo hablaron de temas presentes y futuros, no del pasado. Las horas transcurrieron sin darse cuenta. El sol crepuscular comenzó a deslizarse por el bellísimo rostro de la joven, hasta llegar a los ojos, que se transparentaron a pesar de ser negros y pudo ver en ellos un destello que llegó hasta lo más profundo de su ser. Un inexplicable sentimiento recorrió todo su cuerpo y supo que estaría unida a ella hasta la muerte. En ese momento recordó lo que había aprendido en una clase de biología, en la preparatoria: los hipocampos (caballitos de mar) se unen a su pareja y continúan así toda la vida. Cuando uno de ellos muere el otro no tarda en hacerlo también. “¡ Qué hermosa expresión de amor ! tan apropiada en su caso”, pensó.

― ¿ Qué te pasa Evans, por qué me miras así ?.

El no podía decirle lo que estaba pensando, estimó que era muy apresurado pero no podía ignorarlo. Nunca le había pasado sentir algo así por una chica y menos aún, oriental.

― Perdona Yuryko. No sé lo que me sucede contigo ― respondió e inmediatamente bajó la mirada pero sus pensamientos continuaron  incólumes.

Ella lo tomó de la mano y él volvió a sentir la calidez de su piel, lo cual no hizo más que acrecentar sus sentimientos.

― Despierto eso en los hombres. Estoy acostumbrada  ― se sonrió y acomodó sensualmente su largo cabello.  

El seguía tembloroso y ella entendió que la inocente broma que le estaba jugando le hacía daño. Comprendió que el chico sentía algo por ella y que no era justo burlarse de ello. Además, ella lo hacía para ocultar su propia timidez. Por lo tanto, Yuryko decidió terminar con eso y acercó la mano al rostro desamparado de Evans y lo acarició suavemente. Eso lo elevó hasta las alturas, mucho más que el globo aerostático. Ella continuó acercándose más hasta juntar sus finos labios con los de él. Fue un beso tan tiernamente prodigado que fue suficiente solo uno. Después de ese día, los encuentros eran más animados y esperados. Evans contaba las horas para volverla a ver. Los días se sucedieron, siempre en ese entorno que poco a poco comenzaba a disgustarle.

― Yuryko, ves esta bandeja, hoy te  traje para almorzar ichiju-sansai. Me han dicho que es la comida más popular entre ustedes. Es una sopa como plato principal y tres platillos secundarios de pescado crudo, a la parrilla y el último cocido a fuego lento. ¡Es una delicia!. Traigo también en esta cajita unos palitos para usarlos como cubiertos.

― No son palitos, se llaman ohashis ― corrigió ella.

A pesar de las exquisiteces que le presentaba, ella jamás aceptaba ni comía nada. Eso no hacía más que  acrecentar su incomodidad. Ese día no pudo más y le preguntó:

― ¿Por qué nos encontramos siempre en este lugar?.  La ciudad de Tokio es preciosa y podemos recorrerla juntos. ¿No te gustaría eso?.

Yuryko bajó la cabeza y quedó por unos instantes en esa posición, en completo silencio. Luego la levantó, lo miró con sus profundos ojos negros y respondió:

― Las japonesas somos muy supersticiosas. Este es el lugar en que te encontré y siento que si nos vemos en otro, te perderé. Solo dame este gusto por un tiempo.

― Esta bien ― encogió los hombros, no muy convencido.  

Los dos se quedaron en silencio hasta que suavemente Evans acarició la mejilla de Yuryko y tiernamente besó su boca. Era su segundo contacto íntimo. Eso soltó su alma y le dijo:     

― Yo haría cualquier cosa por ti, incluso dar mi propia vida.  

La frase le cambió el rostro a Yuryko: de iluminado a sombrío. No exteriorizaba ningún gesto. Con voz muy firme le dijo:

― Eso es algo muy serio y no se debe tomar a la ligera ― afirmó con denuedo.

― Si fuera necesario lo haría ― le confirmó mientras la abrazaba fuertemente.

Eso la conmovió pero al mismo tiempo abrió un sendero inimaginable en sus destinos que ni el más avezado de los prestidigitadores lo habría podido prever.      

 

Capítulo III

 

Las vacaciones en la ciudad de Tokio estaban llegando a su fin y Evans debía regresar a Estados Unidos pero no podía sacar de su cabeza a Yuryko.  Estaba enamorado de ella y no la dejaría, pero esos extraños encuentros en el cementerio debían terminar. Desde la habitación decidió hablar por teléfono con el productor de la publicidad que filmaba su amada aquél día, tal vez le podría suministrar más información. Cuando logró comunicarse, le preguntó:

― ¿ Cómo contactó a Yuryko para el comercial ?.

El productor hizo una breve pausa y respondió:

― Fue algo muy atípico. Una tarde estaba en el cementerio de Aoyama acompañando a un amigo japonés y la vi. Su fascinante belleza era perfecta para lo que necesitaba. Ella aceptó, gravamos y eso fue todo.

― ¡ Todo !. ¿ Pero no sabe nada más de ella ?. ¿Donde vive, su familia, en fin? ― Las indagaciones de Evans se tornaron muy inquisitivas.  

― No mi querido joven. Todas las veces fue en el cementerio. Cuando le ofrecimos trabajo como modelo en Inglaterra se reusó. Ni siquiera aceptó trabajar en la misma ciudad de Tokio.   

― ¿ No le pareció muy raro que todos los encuentros fueran en un cementerio?. ¿No intentó averiguar el motivo? ―.  Su insistencia era pertinaz.   

Volvió otra vez un breve silencio de su interlocutor para finalmente oír la respuesta:  

― La verdad, no me sorprendió. En nuestra profesión tratamos con artistas, cantantes, actores y toda clase de gente muy extraña. Estas excentricidades entre ellos son muy comunes; estoy bastante acostumbrado por cierto ― su paciencia se había agotado y la comunicación terminó.     

Evans caminaba de un lado a otro de la habitación, como un león en su jaula, tratando de entender todo. De pronto sonó el teléfono:

― Por favor, ven al hall del hotel que te tengo una sorpresa.

― Esta bien Alan.

Cuando bajó las escaleras vio a su amigo con dos chicas muy atractivas, una de vestido verde y otra de azul. El galán comentó con efusividad:   

― ¡ Evans!. ¡ Aquí, ven!. Te quiero presentar a Hayami y Aiko, dos bellezas japonesas. Ellas nos enseñarán Tokio en estos días que nos quedan.

Las chicas se sonrieron cubriéndose la boca con una mano, luego se inclinaron como era costumbre y respondieron al unísono:

Konban wa (buenas tardes).

Otra vez con esto de la inclinada, ya me está dando el ciático” pensó Evans. No tuvo otro remedio y respondió igual. Luego apartó discretamente a su amigo y le susurró al oído:

― ¿ Estás loco Alan ?. No pienso salir con estas chicas, hoy voy a ver a Yuryko. Es la única mujer que me interesa.

― Lo has pensado bien. Es japonesa y tú no tienes nada que hacer aquí y ella nada que hacer en Estados Unidos.

Los dos se quedaron viendo fijamente uno al otro y no necesitaron palabras para terminar la conversación. La determinación de Evans era muy fuerte. Finalmente Alan atinó a decir:

― Suerte amigo ― y lo abrazó fuertemente.

Evans tomó el metro y mientras se dirigía al cementerio su cabeza era un caos, solo tenía certeza en una cosa: debía tomar una decisión. Había llegado temprano y decidió  sentarse en la banca en la cual la vio por primera vez. El cielo estaba plomizo con insipientes relámpagos que preludiaban una lluvia. Eso no le importó a esas alturas de los acontecimientos. Junto a él había una mujer anciana que estaba absorta leyendo un libro mientras lagrimeaba. Eso le dio curiosidad y le preguntó en inglés:

― ¿ Le sucede algo Señora ?.

No obtuvo respuesta. “Seguramente no habla mi idioma”, pensó.

La mujer lo observó con sus pequeños ojos achatados y sin brillo por su avanzada edad. Luego de unos breves instantes, cerró el libro y le respondió en inglés:

― El texto me ha emocionado. Está basado en una vieja leyenda asiática que habla de un hilo rojo invisible que conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper. Los Dioses atan este cordón rojo alrededor del dedo meñique de los amantes. ¡ Ten fe hijo mío!.

Luego de este curioso presagio, la mujer de pelo blanco se levantó de la banca y continuó su camino sin decir nada más. Evans, después de observase el dedo meñique, quedó pensando en esa leyenda sin saber lo importante que sería para su destino. De pronto vio llegar a su amada. La besó tiernamente y ella respondió igual.

― ¿ Te sucede algo Yuryko, no tienes buen semblante?.

― Estoy bien Evans, pero debemos hablar.

Tomó su mano y lo condujo a la parte más antigua del cementerio, por un  sendero poco concurrido. Evans observaba como la arboleda se hacía más espesa para luego dar lugar a una amplio claro. No había tumbas visibles alrededor. El tronco de un árbol caído sirvió para que ella se sentara mientras Evans permanecía de pie.

― ¡ Me estás asustando Yuryko!. Por Dios, ¿qué te sucede? ― comenzaba a impacientarse.

― Tú dijiste que podías dar tu vida por la mía ― le recordó.

― Por supuesto que lo haría, pero eso que tiene que ver con este lugar.

Los ojos de Yuryko se transformaron en vidriosos y una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla. El cielo continuaba oscureciéndose con algunos truenos esporádicos.

― Bueno, es hora que lo hagas. Este es el momento de dar tu vida por la mía  ― le ordenó.   

El chico pensó que ella bromeaba pero al ver extraer un cuchillo entre sus ropas, entendió que era en serio.

― ¿ Por qué haría eso Yuryko ?. ¿ Acaso te volviste loca ?.

La joven escurrió sus lágrimas, que ahora eran más abundantes y respondió:

― Es la única forma de poder estar juntos en la eternidad. La muerte de tu cuerpo físico te liberará para que estemos en un mismo plano espiritual.   

Después de todo sí era un espectro o tal vez una descomunal orate”, pensó. Cautelosamente retrocedió unos pasos observando en todas direcciones, tal vez tratando de encontrar una salida. Ella dejó el cuchillo a un lado del tronco y se acercó lentamente; tomó la sien de Evans con las dos manos. El chico no se resistió. Aún de pie, dio algunos espasmos y sucumbió a una especie de sueño en vigilia. De pronto se vio flotando en el aire, pero ahora sin el globo, solo su cuerpo. Divisó  una pradera y un poblado. Al siguiente instante, se palpó y era más pequeño, como los asiáticos. Su ropa no era la que acostumbraba, sino más bien campestre, antigua y un poco andrajosa. Todo era muy vivido para él.    

 

 

Capítulo  IV

 

Ciudad de “Edo”, siglo XII d. de J. C.

Este era el nombre que se le daba a la actual ciudad de Tokio que en aquel tiempo solo era una pequeña comunidad de pescadores dominada por el shogun, una especie de gobierno militar aún más fuerte que el emperador japonés que residía en Kioto. El líder de la dinastía Kamakura, el shogun Yoritomo había prometido su hija al príncipe heredero Shotoku, pero la joven no estaba enamorada de él sino de un plebeyo llamado Takumi.  

Evans seguía palpándose el cuerpo y no lo podía creer. Acarició su pelo: era negro y áspero. Comprendió que estaba en otro cuerpo. Lentamente se levantó del suelo y comenzó a caminar dentro de la choza donde había aparecido. No sabía si todo era real o solo producto de su imaginación. Estaba desconcertado. Refregó sus ojos rasgados y vio a Yuryko en ese entorno, con otra vestimenta.

― Mi amor... ¿qué me sucede? ― Le preguntó en japonés. Se expresaba en ese idioma a pesar de nunca haberlo hablado. Por supuesto, ese era la menor de sus preocupaciones.

―No lo sé Takumi. Pero me alegro de verte, pensé que mi padre te había encontrado ― respondió Yuryko, abrazándolo.

― ¿Dónde estoy? ― seguía comunicándose en ese idioma.

― En la ciudad de Edo. Tú vives aquí, eres pescador. ¿No lo recuerdas?.

El graznido de las gaviotas y el murmullo del mar junto con el olor del agua salada, era un nuevo entorno que debía asimilar. Caminó sostenido por Yuryko;  se sentía débil. Finalmente se apoyó sobre una rudimentaria barcaza a un lado de la orilla, tratando de comprender. Ella lo observaba extrañada  pero al mismo tiempo con mucha devoción. 

― ¡La guardia de mi padre! ― de repente gritó espantada Yuryko.

El cabalgar de los soldados era lento pero firme. Orgullosos samuráis con sus vestimentas típicas, rompían el viento con soberbia. Su objetivo era claro, cumplir la orden del shogun. Takumi tomó con fuerza a Yuryko, la lanzó a la barca y juntos huyeron favorecidos por la marea. Su destino era incierto. La oscuridad del mar era profunda, solo la pálida luna alumbraba sus almas. Evans, en el cuerpo de Takumi, dominó las rudimentarias velas con una inusitada destreza. Ya no se sentía tan extraño en ese nuevo mundo en que le tocaba vivir. Los amantes navegaron toda la noche solo guiados por la estrella del norte, fiel lucero de los navegantes.

― ¿A dónde iremos Takumi ?

― Si tú estás conmigo, no me importa.

Ella lo miró como había mirado a Evans ese día que lo conoció y los dos hombres eran uno. Sus corazones eran uno también. El delgado y resistente hilo rojo del destino no podía cortarse, tal como le había presagiado la anciana en el cementerio. El amor transciende las débiles barreras del tiempo que solo son un espejismo. El la besó apasionadamente en medio del inmenso océano Pacífico y las estrellas del firmamento fueron testigos silenciosos del maravilloso milagro humano: amar y ser amado.    

― ¿Darías tu vida por mí Yuryko?.

― Claro que sí. No podría vivir sin ti.

― ¿Me lo prometes?  ― volvió a inquirir.

― Sí. ¿Y tú Takumi?

― Yo también. 

Un pacto de amantes se había celebrado y con sangre se sellaría aunque ellos no lo supieran. El sol se abrió paso en el horizonte lastimando sus ojos con los primeros destellos. Los amantes yacían desnudos en esa barcaza que por muy breves momentos les había proporcionado una inmensa e inolvidable felicidad: ¿acaso la vida no es eso?. Escasos instantes de colosal seguridad para luego sumergirnos en la profunda desolación y desamparo. Ellos lo sabían muy bien. Iban a la deriva,  como la humanidad, sin saber donde los arrojaría la marea.

Una imperceptible línea amarilla se vislumbraba en la lejanía que cada vez se hacía más clara hasta lograr que Evans gritara:    

― ¡Tierra firme Yuryko !.

― Así es mi amor ― respondió ella mientras cubría  su cuerpo con la ropa que tenía.

La barcaza encalló muy cerca de la costa. Takumi alzó a su amada con sus fuertes brazos y la posó en la playa. Percibieron un olor nauseabundo que provenía detrás de la vegetación. Eso los alarmó pero no los detuvo para continuar. Cuando estuvieron muy cerca, observaron una escena horrible. Numerosos cadáveres esparcidos y las chozas incendiadas. La aldea había sido atacada, no cabía dudas. “¿Por quién?” se preguntaron. Continuaron caminando entre ellos cuando observaron a un anciano que parecía estar con vida aún; se acercaron para atenderlo y el hombre balbuceó:

― Fueron los soldados del shogun. ¡Huyan!.

Cuando Takumi se levantó vio a la guardia detrás de él. Solo atinó a ponerse delante de Yuryko para que no la dañaran. Eran muchos y los habían rodeado. El jefe ordenó dar muerte a Takumi. Un samurái lo embistió con su katana, un sable extremadamente filoso. Yuryko se interpuso y el arma la atravesó dándole muerte instantánea. Takumi se desplomó de rodillas a su lado con el rostro desfigurado. Habían matado su alma. “El hipocampo no viviría mucho más”. Se levantó con valor  y expuso su pecho para que el samurái lo matara. El jefe ordenó, por el contrario, que lo apresaran para conducirlo ante el shogun. Tal vez pensó en un castigo mucho peor que la muerte y no se equivocó. La sentencia fue impiadosa. Lo llevaron a un risco en la montaña más alta de Japón y allí lo dejaron, custodiado por la guardia del shogunato. No podía huir ni tampoco lo deseaba. Le subían la comida por rieles. Desde las alturas observaba a los seres humanos, en la más completa soledad; así permaneció por el resto de su vida. Escribió en una tabla, a modo de testamento:

Podrán torturar mi cuerpo, humillarme, destruir todo vestigio de humanidad en mí, pero lo que no podrán logar jamás es que reniegue de mi amor por Yuryko”.

En cuanto a ella, su padre ordenó que la enterraran en el cementerio de Edo, sin ningún tipo de exequias funerarias. El hilo rojo invisible que los Dioses habían atado en su dedo meñique y que la unía a Takumi no podía romperse a pesar de la muerte. Le concedieron la materialidad de su alma pero solo restringida a los límites de ese campo santo. Tomaba forma humana durante el día y en la noche se desvanecía como el viento. Siglo tras siglo hasta que el hilo rojo se volviera a unir. Durante ese tiempo, Yuryko vagaba por el cementerio de Aoyoma interactuando con los ocasionales transeúntes, aprendiendo sus idiomas y costumbres, con un único objetivo: encontrar nuevamente a Takumi con otra forma humana. Cuando conoció a Evans, supo que él estaba allí, en su espíritu. Esa fue la clave para que estuvieran juntos nuevamente.

 

 

Capítulo V (final)

 

Evans continuaba sostenido de su sien por Yuryko pero ahora su mente estaba esclarecida. La memoria ancestral recuperaba su espacio. No le cabía dudas que había reencarnado y que su verdadera esencia era ser Takumi. De pronto una fuerza lo impulsó hacia atrás y cayó de espaldas. Torpemente se incorporó y vio a Yuryko con otros ojos o tal vez, con los mismos. El no había cambiado en su corazón solo había cambiado en su exterior. La abrazó fuertemente.

― Mi amor, ahora comprendo todo. Eres tú. Jamás te dejaré ― le susurró con pasión a su oído. Insólitamente volvió a hablar en inglés. 

Aunque le había dicho estas palabras, que en su corazón lo creía fervientemente, el ala racional del cerebro le negaba autenticidad: “¿Y si acaso todo esto fuera una alucinación producto de alguna droga desconocida?”. Esta idea lo asaltó despiadadamente. No tenía dudas de amar a Yuriko, pero todo esto: ¿sería real?. Debía comprobarlo.

La tomó fuertemente en sus brazos  y la condujo hacia las fronteras del cementerio. Ella no se resistió. Cuando estuvo en el pórtico se detuvo unos instantes para reflexionar sobre lo que haría. Un terrible aguacero se desató en el lugar. Las lágrimas saladas de Yuryko se mezclaron con el agua dulce de la lluvia y le dieron un sabor amargo a su paladar. A pesar de su condición, podía sufrir durante el día como cualquier ser humano pero eso no le importaba, lo amaba demasiado para negarle nada y aceptó su desolador destino.

― Si tienes que hacerlo, hazlo  ― musitó ella.

Evans estaba agitado y fuertemente aferrado a su amada. Sus pensamientos iban y venían. Su interior era un caos. Comenzó a dar pequeños pasos hacia ese futuro de destrucción y muerte. Instintivamente volvió a mirarla y a pesar que la lluvia desdibujaba su rostro pudo ver el interior de su alma y todas sus dudas se disiparon. Recordó el pacto que habían celebrado en aquel inmenso océano cuando se amaron por última vez y todas esas imágenes se encarnaron nuevamente en su corazón. La volvió a abrazar y la regresó al lugar de encuentro. Allí tomó nuevamente el cuchillo que ella había dejado en el tronco y se lo hundió en su propio estómago. Un reguero de sangre se esparció a su alrededor. Transcurrieron unos minutos y nada pasó. El yacía muerto y ella de pié, sin morir con él. Nuevamente estaban en planos distintos.  

― ¡Que he hecho! ― gritó con fuerza hacia el cielo mientras se arrodillaba al lado del cadáver y la lluvia no cesaba ―. ¡Lo he asesinado! ― se recriminó por haberlo inducido a la muerte.

La desazón se apoderó de ella. No pudo más. Corrió desenfrenadamente hacia los límites del cementerio, dispuesta a cruzarlo y con ello, encontrar su fin. Nada le importaba si su amado no estaba con ella. Un rayo cayó a un lado y la lanzó hacia una ligustrina. Se incorporó y continuó. Su determinación era fuerte.

― ¡ Yuryko!. No lo hagas ― oyó un gritó por detrás.  

Era Evans que se había incorporado. La  cicatriz del cuchillo desapareció  y su corazón comenzó a latir nuevamente. Las lágrimas de Yuryko permanecieron en la lluvia, pero ahora eran de felicidad. Los dos amantes habían recuperado su humanidad: ¡estaban vivos!. Sus destinos se unieron nuevamente para estar juntos “en la vida no en la muerte”. Por fin el invisible hilo rojo se había restablecido. Lentamente caminaron hacia la salida tomados de la mano.

― Mi amor, no sé si soy Takumi o Evans. Tampoco sé si mi vida solo fue un instrumento para tu salvación, pero sea lo que fuere, lo descubriremos juntos.   

Ella inclinó la cabeza en su pecho y luego tomó aliento para afrontar lo que vendría. Los dos jóvenes cruzaron el temible pórtico y salieron ilesos de ese lugar. Un nuevo destino se escribió para ellos. Impreciso, imperfecto y perecedero, como todo lo humano, pero cargado de una enorme esperanza. La lluvia desapareció y un nuevo despertar comenzó. 

 

 “El amor trasciende las barreras del tiempo y el destino. Hay un orden cósmico de justicia universal para quienes son capaces de amar a  otro con tanta fuerza  como para dar su propia vida”.

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