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-          Si –respondimos en coro, como por decir algo porque de pronto se acabaron los temas de conversación.

-          Pero anoche llovió más fuerte, dijo Chepe.

-          Sí, más fuerte, mucho más fuerte, repetimos.

Las gotas arreciaban por momentos y el repiqueteo en las tejas cambiaba su ritmo. Las botellas vacías se acumulaban por todas partes y el cajón mortuorio se veía extraño, sobre la mesa del paño verde, alumbrado por los cuatro cirios y rodeado por borrachos que brindaban, a cada rato, por la salud del difunto; Nemesio Huertas pidió otra botella y Pedro Parrado otra; los vecinos de la aldea se estaban animando a comprar y hasta pidieron música para animar el velorio que no era tal sino una reunión de borrachos. El extraño evitó hasta el último momento decirnos su nombre pero en las conversaciones aisladas de las últimas horas había averiguado que Don Carlitos había comprado la casa de la viuda, que la propiedad estaba registrada en la notaria de la cabecera de la provincia, que el juez municipal bajaba sólo los martes y jueves y que su familiar no dejaba herederos en este pueblo.

-          El padre Serafín está grave en una clínica de la capital –nos llegó la noticia.

-           Nos jodimos –dijo el hombre y pidió más licor.

-          Me debe las tres últimas botellas –le comentó Luis- son novecientos pesos.

Pagó, sin comentarios. Ya todos estábamos en estado de embriaguez, bueno, menos el forastero, el cantinero y Ulpiano Aldana que se iba en miradas de odio hacia donde se moviera el tipo. Como en la cantina quedábamos doce contertulios una botella alcanzaba para dos rondas y la mayoría seguían pidiendo en espera de que aminorara el aguacero. Ulpiano, con los ojos llorosos y las ojeras causadas por la falta de sueño le gritó furioso al foráneo:

-          ¡Óigame usted, señor, como se llame, es un desgraciado, degenerado, malparido y si no fuera por el respeto que se merece le agregaría doble hijueputa! ¿Qué hacemos con el difunto?

-          Lo que se hace con todos los muertos del mundo –respondió calmoso el forastero- enterrarlo.

-          ¿Cómo –se asustó el enterrador- enterrarlo como un perro sin la bendición del sacerdote?

-          Si fue capaz de vivir con mi hermana mayor durante veinte años, hacerle diez hijos y dejarla tirada en la miseria sin la bendición de Dios, bien puede irse para los profundos infiernos sin la bendición del cura –contestó el hombre.

A las seis y media de la tarde, cuando la claridad del día había desaparecido por completo y algunas gotas tardías marcaban ondas concéntricas en los charcos de las calles, su único amigo, Ulpiano Aldana, arrastraba el cajón de don Carlos Barrera, alias “Tortuguita”, por las calles fangosas rumbo al cementerios, ayudado por un lazo atado alrededor de la caja mortuoria en dirección del camposanto, para meterlo en un agujero anegado por el agua.

Mientras, nosotros, perdidos de la borrachera, brindábamos por ese forastero tan buena persona y generoso que pagó toda la cuenta, dejó a nuestra disposición tres botellas sin comenzar sobre la mesa y en estos momentos estaba sentado en un autobús con rumbo a la capital.

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