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“Lo único que tenemos seguro en la vida es la muerte”
Del libro "Relatos Macabreadores" 

El pequeño poblado aparecía de pronto, allá abajo, después  de salir de una curva de la carretera. Diez minutos más tarde, el bus se detenía para que bajaran los pocos pasajeros que terminaban su viaje en Chinará, nombre indígena del pueblo al cual se agregó “…de la Virgen de Fátima”, y así figuraba completo en los añejos papeles de fundación que reposaban en la alcaldía. Los viajeros que llegaban iniciaban un ascenso tortuoso de doscientos metros, desde la carretera, caminando fatigosamente con sus equipajes hasta entrar en la primera y única calle merecedora de tal nombre. La población se recostaba contra la falda de la montaña, como aferrándose tercamente de ella para no caer al río que se veía en el fondo del barranco.

La aldea, como en verdad debería denominarse, goza de un sabroso clima templado y en ella todos conocen a todos, a pesar de que entre ellos existan enemistades eternas o amistades perdurables. Uno de los personajes conocido de todos era Don Carlos, había llegado un día desde la capital, para ser exactos un viernes a las tres de la tarde, con un trasteo mínimo embutido en un pequeño camión viejo y trepidante; con el conductor de este bajó los trastos y los metió en un cuarto de la casa de la viuda reciente de don Emilio VIllalba.

Luis Tegua (propietario del pequeño establecimiento con una mesa de billar, de las pocas distracciones del lugar y sitio de reunión de los varones de la localidad), calculaba en unos quince años la llegada del viejo don Carlos al vecindario y se contaba como uno de sus mejores amigos. El mejor amigo de toda su vida fue Ulpiano Aldana, el sepulturero y hasta el momento de la muerte del viejo, con él y el cantinero jugaron interminables partidas de billar, juegos de cartas o dominó durante las sofocantes y solitarias tardes de Chinará. Algunos maridos descarriados compartían con ellos los juegos y los tragos en las noches de los viernes y los sábados.

El viejito muy pronto tuvo su apodo correspondiente, todos lo llevábamos como un tatuaje, por esa maldita maña de llamar a la gente no por su nombre, como debe ser, sino por un mote sacado de la fauna, de la imaginación, de la literatura o de la ocurrencia desquiciada de algún lugareño; a sus espaldas empezamos a llamarlo Tortuguita, porque, según Luis Tegua, era arrugado, viejo y feo como ese animalito y lo mismo que este, despertaba confianza y cariño; a lo mejor fue el cantinero el que le acomodó el sobrenombre, quién dirá.

Nosotros vivíamos preocupados viendo la forma como se alimentaba el hombrecito: malta, salchichón y pan, ningún otro alimento; sólo los sábados, día de mercado, se acercaba a los toldos de las comidas autóctonas y metía marrano con papas, yuca, plátano y ají  por debajo del bigote. También trastornaba su dieta alimenticia cuando uno de sus conocidos compartía con él la comida que le mandaban de su casa entre una olla, hasta el sinvergüenciadero, llamaban las señoras al negocio del único billar.

Una vez por mes Tortuguita se ponía la pinta: un traje de paño necro, sombrero hongo del mismo color, botines de charol, un abrigo sobre el antebrazo izquierdo y paraguas que le servía también de bastón, en el mismo brazo; se despedía desde la esquina, agitando su mano desocupada, de los contertulios del café, que siempre éramos los mismos, y bajaba hasta la carretera a esperar un bus que lo trasportara a la capital para cobrar su paga de pensionado. Dizque tenía dos pensiones del gobierno, comentaba entre chiste y broma Luis Tegua. Regresaba el mismo día a eso de las seis de la tarde,  indefectiblemente con varias copas entre pecho y espalda y llegaba a  nuestra “oficina” pidiendo una tanda para todos los presentes, que nunca éramos más de ocho y luego le pagaba a Tegua la cuenta acumulada desde el último pago. Horas después con borrachera y media en la cabeza, una botella de aguardiente entre el bolsillo del abrigo y su amigo Ulpiano, cogido del brazo o abrazado, salía para su casa, arriba del pueblo, inmediatamente antes del cementerio. Si la noche era limpia y romántica como la de sus viejos tiempos, decía él, se acomodaban bien sentados en el andén frente a la casa a libar, intercambiar anécdotas de los tiempos idos, cantar valses y pasillos olvidados por las nuevas generaciones y terminaba, más borrachos todavía, abrazándose y cediéndose, mutuamente, el postrer trago refulgente en el fondo de la botella. Muchas mujeres culpaban al viejito por las borracheras que se “amarraban” sus cónyuges aunque jamás lo vieran en su compañía; las novias pretendían no verlo al encontrarlo por la calle, las esposas murmuraban a su paso y, en general, la población femenina veía con malos ojos a ese señor que vivía solo y pasaba días interminables metido en la cantina jugando billar, cartas, dado o dominó y bebiendo… menos mal que no es mujeriego, se consolaban unas pocas.

Un jueves de octubre marchó rumbo a la capital para cobrar su paga de pensionado, regresó a eso de las dos de la tarde que estaba triste y lluviosa, no paró en el café a pagar su cuenta y alguien que lo vio desde una ventana, comentó después que lo vio pasar y el viejo estaba llorando.

Más tarde, cuando la llovizna se había transformado en uno de los aguaceros más fuertes que recordábamos los jóvenes porque los ancianos hablaban de unos parecidos al diluvio universal, apareció en la puerta del establecimiento un hombre como de cincuenta años chorreando agua por todo el cuerpo, vestido de paño, con un paraguas que no lograba protegerlo del torrente y un sombrero disminuido por el agua hasta parecer ridículo; saludó o eso pensamos por el ademán que hizo mientras le castañeteaban los dientes y todo su cuerpo tiritaba de frío.

-          Dentre más pa´ dentro, no se moje más de lo que está –le sugirió Luis Tegua.

-          Gracias, aquí no más- balbuceó el recién llegado pero en seguida penetró en el recinto.

Los cuatro que jugábamos naipe en una de las mesas lo miramos con curiosidad; Chepe Ramírez carraspeó con el taco en la mano, junto a la mesa de billar donde ensayaba solitario las carambolas de fantasía que le había visto tacar a Mario, el campeón nacional, durante el pasado campeonato celebrado en la capital, y otros dos parroquianos que estaban recostados contra el mostrador, no mostraron demasiado interés y continuaron su negocio de caballos al calor de unos aguardientes.

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