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Ha pasado un día más, otro atardecer tras la ventana, otra luz difuminada siguiendo al viento, otras risas, otros lamentos. De nuevo la familia se ha reunido junto a mí, de nuevo los niños se han peleado, han reído, han llorado y se han dormido. Los ruidos en la cocina. Quien me invita a descansar y no levantarme es Rosa, la mujer de mi sobrino. La he mirado y he sonreído, no se lo agradezco tanto como quisiera, pero he inclinado la cabeza para que ella piense que lo necesito y se sienta bien.

Vivir aquí, en este piso en el centro con una familia que después de todo no es la mía, no es lo que tenía planeado, pero está bien; la niña Ángela me besa antes de irse a dormir, y el niño Gerardo me mira desde la distancia de los niños que se hacen mayores sin besar, pero sus ojos sonríen, ya es algo.

Tengo una habitación, dicen que es mía, yo sonrío siempre, inclino la cabeza. No quiero pensar que es por lástima que vivo con ellos, ni tampoco que las facturas del geriátrico se nos van de presupuesto a todos, y a mí además se me va de los sueños. Dicen que no quieren que esté sola, está bien, mi cabeza continúa inclinada. No es a ellos a quien voy a replicar, sólo puedo replicarme a mí, y a ti.

Sólo puedo, y sólo debo, preguntar por qué no estás en el vaho de las ventanas, por qué han pasado otra vez las estaciones del año sin tu rostro en ellas, por qué hoy, igual que casi todos los días, el único beso de buenas noches es el de la niña. Volveré a acostarme, con la puerta entreabierta por si ocurre algo, con las cartas que te escribo escondidas debajo de la almohada para que no olvide mañana romperlas antes de arrojarlas al cubo repleto de papeles, tan inútiles, debe pensar Rosa, que de vez en cuando me sorprende apoyándose en el marco de la puerta si la pequeña lámpara que alumbra este silencio está encendida de madrugada. Cosas de vieja, pensará, mientras termina su ronda de “todo en orden” pasando por la habitación de los niños. Todo en orden, Rosa, los niños arropados, tu marido descansando, y yo… yo también te he sonreído y he susurrado un buenas noches, descansa; es sincero, igual que el beso que me envías desde tan lejos, desde tu vida.

Volveré a escribirte hoy; hoy que me siento, una vez más, tan consciente de la soledad, tan consciente del amor que me rodea y a pesar de ello. Me  recreo en tu recuerdo, doloroso recuerdo de dulzuras aturdidoras, y me recreo en el silencio, en el dolor de la ausencia, en el llanto imparable en los ojos secos, que lo último que vieron de ti fue el altivo desplante, y todavía lo llora mi alma ciega, herida tan gravemente que no encuentra consuelo ni en la liberación de mi cuerpo. Me destrozo entre lamentos, gritos que agitan todo mi cuerpo y desgarran aquellos silencios que compartíamos, yo perdida en tus manos, tú navegando en mi sangre rajándome con mentiras. ¿Qué ilusiones, qué verdades te llevaron a buscar mi deriva, qué convicciones de que merecía el castigo de aceptar el amor para después perderlo? Qué agradecimiento esperabas, si lo que aprendí fue a luchar para después desear morir.

Pero después de tanto tiempo, amor, hoy me miro, me susurro la vida, mi vida. He aprendido ya a no preguntar cómo pudo haber sido, y a estar alegre por lo que es; he aprendido a comprender que me aman, y a escuchar en silencio, incluso en mi interior, las palabras que hablan de mí. Quizás pensarás que me he rendido, que esta sonrisa, tan vieja ya, como yo, le dice al pequeño mundo que me rodea que he dejado de esperar, que he comprendido que la vida ha pasado sobre mi piel sin traerte a mi lado. Están equivocados, pero sólo te lo puedo contar a ti, por eso susurro al decírtelo. Sabes bien que si lo dijera en voz alta, no me dejarían pensar más, dirían que estoy senil, que me invento un personaje, como hacen algunos niños. ¡Cómo callamos cuando somos mayores! Cómo callamos, los que no hemos encontrado a ese compañero de la niñez y lo seguimos buscando durante toda la vida, y hablamos con él, y le amamos.

Hoy, en la espera de la suave y tibia oscuridad que llenará una noche más, me pregunto si alguna vez escuchaste mi llamada, mi torrente de palabras tan vacías, solas, pero llenas de ti; si escuchaste en este amanecer pasado que se me escapa la vida en un susurro, suspiro que describe tus manos, lamento casi, en espera de tu aliento mientras temo desaparecer hoy más que ayer sin haberte encontrado, mientras temo no haber sido en la vida suficiente amor para encontrarte. En todos los laberintos que creó mi alma esperé siempre que la solución fuese llegar a esa mitad de corazón que late en otro mar de vida, en otra esperanza que no es si no la mía; miro atrás y te sueño, y en cuanto abro los ojos me pregunto dónde estoy, cuántas vueltas he dado hasta confundir mi rostro, cuánto he corrido. Sueño que me buscas; no me has encontrado, y sin embargo tu voz me dice que vendrás mañana, y mañana siempre es ayer.

Ahora que en mi cuerpo duermen ya los lagos del deseo, que he derramado caricias en tantos amores hechos de vientos, que he besado todas las despedidas, no quisiera que la madurez fuese un lamento, y cierro los labios para que tu voz no se escape esta vez de mi boca, como cuando sueño despierta que dices que me amas, y así no sorprenderte diciendo “amor, ya me marché”; espero tu caricia en mi pelo, tu mano en mi hombro. Me vuelvo y no estás.

Cómo te recuerdo, aún temiendo que no hayas sido más que una ilusión tan lejana, una mentira en mi memoria y que no hayas existido jamás; bailando conmigo sobre la hierba, cómo recuerdo tus ojos oscuros y tan brillantes, tus manos largas y tu pelo castaño ondulando el amor con esa suave brisa que deben ser mis dedos. Cómo te siento, aún sobre mi cuerpo, mi rostro escondido en tu pecho. “Amor, ya me marché”, y el miedo se agolpa en mi garganta, golpea los débiles dientes esta desesperación y yo no puedo, no quiero escucharte, porque no sé dónde seguirte, porque sé que me esperas y no encuentro el lugar, porque tu voz en mis labios no me habla de esta cita en la nada y la vida está tan llena, tan llena de ti, de la espera blanca que lo envuelve todo y me esconde las lágrimas, de noches y amaneceres, de huracanes hechos de desengaños que destrozan y se van, de los atardeceres de mi mirada sobre el agua y las montañas. No puedo dejar que me digas adiós, porque quizá mañana ya no despierte, aún sabiendo que hoy todavía me aman, todavía alguien espera que yo esté aquí a medianoche, aunque me sorprendan con la mirada brillante y el anhelo en las lágrimas.

Sólo puedo susurrarte, ya ves, cada cosa que siento, y sentir de lleno este dolor que atraviesa el centro del pecho, como si supiese que vas a venir, y me quedo alelada mirando la puerta de la entrada por donde tú nunca llegas, nunca llegaste, hasta que caigo de rodillas de tanto esperar. Es entonces cuando me pregunto cómo llegué aquí, a este helado suelo que me recuerda la edad de mi cuerpo y me engaña sobre los años que tienen mis sueños, esa locura que doy a luz todos los días y que agoniza en cada amanecer.

Y mientras yo, que me aferré a tu cara y tus brazos poniéndolos siempre sobre otros cuerpos cuando me amaron. No me arrepiento, aunque quizá debiera, de haber hecho el amor con mi sueño, de ser infiel a esta realidad pues te he sido fiel a ti.

Sé que hice daño, que dejé en el valle heridos de esta guerra que no es de nadie más, sólo mía, pero me desprendo de cada recuerdo, me desnudo de otros mundos, de otras vidas, para dormir contigo, buscando adormecerme para velar mis sueños.

Nunca me marché de aquí, setenta años en esta ciudad pequeña que apoya sus edificios en el paisaje de las montañas, que inventa estanques como yo vidas para no creer que la tierra sólo es asfalto y que la lluvia muere en el gris oscuro de nuestras huellas.

Mis huellas, setenta años en la misma acera, ocupando habitaciones, hogares de otras vidas. ¿Y tú, te perdiste en la pradera? En qué otra batalla perdiste tú tu sangre, la que derramo yo entre tinieblas.

Quizás es que no estuve atenta, no escuché bien tus pasos, aunque te presentía cerca. Tal vez de esperar que vinieses no escuché a dónde ibas, y te perdiste, y te perdí.

No puedo llorar, no en este aire gris que me rodea ahora, después de desvanecerse toda esta luz que me hablaba de ti. No voy a llorar, porque hoy también espero, porque estoy aprendiendo a caminar para llegar a dejar el rastro tras de mí.

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