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Era de noche, y aquel chico se había perdido, caminaba sin rumbo por las calles, y fué entonces, majestuoso y tétrico, al doblar la esquina, cuando divisó aquel monasterio; tan alto que no podrías divisar con exactitud donde se encontraba la cúpula, y donde comenzaba el cielo.

Abrió, temeroso de la oscuridad, las viejas y derruidas puertas de aquel santo lugar. Hubo un leve chasquido de ellas, las cuales se abrieron solo un poco. Había grandes y enormes filas de bancos, y en el altar, en lo alto, la figura de Jesucristo en la crucifixión. Justo al pie de esta, se encontraba un ser, vestido con una túnica negra, de rodillas, se mantenía inmóvil.

 

El chico cruzó todo el pasillo, sin dejar de admirar los grabados y gráficos que allí estaban impresos. Al llegar junto al altar, miró al santo, y luego bajó la mirada para observar la inmutabilidad de aquel ser.


Entonces, fue cuando aquel hombre se irguió, y sin dejar de mirar al frente, le dijo al joven con voz ronca y crepitante:


- ¿Cómo te llamas chico?-


Extraño y curioso, al ver como aquel hombre se levantaba sin dejar ver su rostro y con aquellos ropajes, le contestó tímidamente:


- ¿Es usted un monje de verdad?-


El hombre dejo escapar una leve risa, y contestó irónicamente, pero dejando notar su voz tosca y cujiente:


- No, "Dios" me libre chico.-


El ser se volvió hacia aquel niño dejando ver su torso, extremidades y rostro. El chico se quedó maravillado de la especie de armadura que llevaba aquel hombre, vio como era de un metal reluciente, muy parecido a la plata, que brillaba en las columnas del monasterio, pero "diferente" en su procedencia.


Era de un color oscuro, casi tanto como su túnica, que se extendía hasta sus pies; pero había algo que extrañó y casi alertó a aquel pequeño, porque al observar su rostro, notó que tenía la piel muy clara y lisa, los ojos eran alargados y muy estrechos, la nariz, no eran más que dos puntos circulares en el centro de su rostro, las orejas y boca habían desaparecido por completo, y no tenía cabellos ni bello alguno que pudiera ver.


El hombre, como si de un conde o un duque se tratara, o admirando las leyendas más antiguas, donde seres nocturnos y hambrientos sembraban el terror en las calles de todo el mundo; extendió su túnica sobre aquel niño, imposibilitando a este un escape.

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