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El mensajero

El mensajero sabía que le iban a decapitar por las malas noticias de que era portador, así que improvisó.

            —¿Y cómo va nuestro ejército por el norte?

            —Avanza sin tregua, majestad, todas las plazas son tomadas a su paso y vuestros enemigos arrojados a los cascos de los caballos.

            —¡¿Habéis oído, cortesanos!? ¡Traed dos jarras de vino para el mensajero! ¡¿Y el oeste?!, ¿cómo va la campaña del oeste?

            —Vuestras tropas del oeste han conseguido todos sus objetivos, las del este van un poquito más rezagadas, pero se esmeran mucho con la espada y sus flechas cubren el cielo de vuestro rival, incluso el cielo raso de sus aposentos; según tengo entendido. En cuanto al sur, la cosa se demora otro poquito, pero los regimientos allí enviados son duchos en el manejo de todo tipo de armas. Picas, alabardas, ballestas, arcos… no tienen secreto alguno para ellos.

            —¿El sur? No sabía que tuviéramos un ejército desplegado en el sur —se extrañó el monarca.

            El vino se atragantó en la garganta del mensajero.

            —Vuestros generales consideraron a bien cubrir esa posición.

            —Bien hecho. ¡Traed un cordero asado para el mensajero!

            A la mañana siguiente, con el enemigo a las puertas, ya sobre las almenas y torreones, el mensajero estaba demasiado ahíto, con demasiado peso en piernas y cabeza debido a la pitanza y a la bebida del día anterior, como para impedir que otra cabeza, la de su rey, fuera ensartada en una estaca.

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