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La combi es un medio de transporte público en Perú.

N.A.

Los alrededores eran tan desérticos y oscuros que no se escucharon los gritos ni mucho menos se vieron los forcejeos, los golpes, y sólo tú, desde el suelo, adolorida, entre las primeras gotas de lluvia, pudiste oír sus pisadas, percatarte de que las cuatro sombras ya se te acercaban, unas manchas vagas que sin serlo aún habían viajado contigo todo el camino.

¿Recordabas? La combi estaba tan atestada de pasajeros que incluso algunos viajaban parados, encorvados por el techo bajo, con rostros de incomodidad. Al igual que ellos, el cobrador, a veces dentro, por su ventanilla abierta, y a veces con medio cuerpo fuera del carro, cuando anunciaba el trayecto, recibía el aire cortante en el rostro, mientras tú, Fiorella, sentada, con tus libros y cuadernos de la universidad en tus rodillas, veías, a través de las lunas mugrientas, el cielo de nubes compactas del atardecer y unas casas yendo y viniendo con la velocidad y esa mañana yo en la camilla de la clínica mirando la nube de luces artificiales y un miedo terrible y mis ganas de llorar y las enfermeras comenzando a tocarme, a manipular unos instrumentos de sonidos metálicos, y el doctor, un viejecito de impasibles gestos, apartándome las piernas.

A tu lado, cerca del cobrador, un gordo sudaba a borbotones y, resoplando un aire pestilente, se restregaba el cuello con un pañuelo arrugado e inmundo. Dos señoras vestidas de negro, frente a él, lo observaban escandalizadas y deformaban sus caras con gestos repulsivos. Más allá, una afable pareja de ancianos examinaba con pena a un escolar que era constantemente agitado por los empujones de la gente que trataba de acomodarse en el mínimo espacio, y, a tus espaldas, un rumor despreocupado, la conversación animada de dos muchachas, y las voces de esas siluetas confundidas por el movimiento abrupto de la combi, que empinaba la velocidad o frenaba de improviso para recoger más pasajeros o, haciendo retumbar el claxon, esquivaba a otros vehículos temerariamente, y todos adentro como marionetas, sin reclamar nada, ¿acostumbrados?, y la frialdad del instrumento introduciéndose en mí y unas manos girando, escarbando, hábiles, y el cuerpecito luchando, rindiéndose y hundiéndose en la nada, y el doctor sacándose sus guantes, listo, terminamos, ahora descansa, y yo pensando en ti, Leonardo, deshecha, un velo de lágrimas cayendo por mi rostro.

Repantigados en los asientos de adelante, el chofer, un hombre macizo y moreno, y dos sujetos a su costado, uno blanco, de pelos parados, y el otro bajito y trigueño, conversaban a gritos, con una salva de mierdas y carajos de nunca acabar, y, riéndose a carcajadas, se burlaban de las gentes que deambulaban por las calles, gritándoles, ¡hey, idiota!, ¡hey, baboso!, ¡hey, estúpido!, de las parejas abrazadas en la oscuridad, ¡váyanse a un hostal, tacaños!, y de las chicas que veían solas o acompañadas, entre besos y silbidos alargados, ¡qué buena hembra, compadre!, ¡qué piernas!, ¡qué tetas!, ¡qué trasero! El cobrador, mirándolos con envidia, hubiera querido participar, pero su labor lo arrastraba, de continuo, a incrustarse en la ventanilla.

Cementerio, Cementerio, decía a los que aguardaban en los paraderos, y tú, Leonardo, rodeándome con tus brazos, y tus besos y caricias, y esos cuatro años inolvidables, de amor exclusivo, y nuestros cuerpos fundiéndose, y la promesa de un vida juntos, de casarnos, aunque, de pronto, tú cuidándome con exageración, que no saliera a la esquina, que nada de fiestas, que ni a la universidad si no era contigo, y muriéndote de celos si hablaba con otro, y reclamándome y ése quién es, ¿me engañas con él?, y yo hartándome, y mis deseos de vivir nuevas cosas, y entonces yo besándote en la frente, había que terminar, y tú cerrando los ojos y unas lágrimas cayendo por tus mejillas.

La combi frenó y el escolar se abrió paso entre codazos para bajar y, cuando lo hacía, el chofer pisó el acelerador y el chiquillo, con un pie todavía en el estribo, trastabilló y fue a dar de bruces al suelo, entre las risotadas de los de adelante. Abusivo, dijo una de las señoras de negro, ¿es ciego o qué?, ¿no ve que la criatura...?, pero un nuevo bramido de la combi apagó su voz. Éstos son unos malcriados, le decía la anciana a su pareja y el anciano a ella sí, hija, estas bestias no tienen educación y tú, Leonardo, esperándome a la salida de la universidad y en la puerta de mi casa, a pesar del frío, la lluvia o el calor, pidiéndome otra oportunidad, por favor, Fiorella, con miradas lastimeras, pero mi cabeza negándose y mi cara de funeral. Cuando las luces de los foquitos estallaron en el interior de la combi, la noche ya había entrado y la camioneta avanzaba ahora con menos personas, todos sentados.

Las señoras de negro habían desaparecido y tú, Fiorella te preguntabas por qué no te vestiste como ellas después de lo que hiciste, y el cobrador decía a los que quedaban paguen con sencillo, ¡ah!, y él, un cuerpo extraño, a mí ¿puedo sentarme?, y yo sonriéndole, dejando a un lado mis libros y cuadernos, y por el patio de la facultad el mismo vaivén y bullicio y la preocupación en las caras de los que iban a dar sus exámenes y mis amigas pasando y quedando boquiabiertas, y yo mirándolo, chato y de facciones duras, y encogiéndome de hombros, fue sólo por probar, Leonardo. La combi aparcó a un lado del camino y un policía de chaleco naranja se acercó por todos los espejos y, no bien lo tuvo en la ventanilla, el chofer le dijo, azucarando la voz, buenas, jefecito, cuál es el problema, y, con dedos solícitos y la cara angelical, le fue entregando unos papeles que el uniformado parecía leer detenidamente, el ceño fruncido, y, entonces, el anciano dijo, como para sí mismo, ya, ya, dale un par de monedas y que no friegue, y el policía al moreno venga, y éste al cobrador, estirando un brazo con agilidad, como si fuera de goma, dame algo, rápido, y el cobrador, avispadísimo, le puso al instante un billete arrugado en la mano, y yo abandonándome a esa pasión, a sus cortos brazos, con todo derecho, y él envolviéndome en una telaraña de citas y salidas, y yo halagada, reconstruyendo mi vida, ¿y Leonardo?, una sombra olvidada.

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