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“Para todos los grandilocuentes introvertidos”

(Del libro Relatos Macabreadores)

Por un pequeñísimo resquicio de los pensamientos no expresados en el mundo de los tímidos vi lo que vi, oí lo que oí y supe lo que supe; me entrometí hasta donde nadie más pudo llegar y tuve la oportunidad de conspirar como nadie jamás podría hacerlo; pero callé, porque la intuición del saber sin deber decir imponía que no comentara lo que vi sin querer ni oi sin desear ni olí lo que no se debía oler, me decía a gritos que callara, porque cuando se tienen certezas de pensamientos ocultos es mejor que los sentidos dejen los acontecimientos como los encontraron, para que todo fluya en el tiempo total en esa cadena sin fin que comenzó en el comienzo de todo y después del caos primigenio.

Sin embargo, mi problema no fue oler ni ver ni oír los secretos de los pensamientos que atisbé desde mis sueños y que yo no deseaba conocer, sino  mi entrometimiento en circunvoluciones del  cerebro absoluto que debían conservarse como arcanos eternos hasta la consumación de los siglos.

Vagué de ensoñación en ensoñación transcurriendo tiempos y espacios oníricos hasta cuando el despertar en el mundo real me envió, de golpe, a mis labores cotidianas. La preocupación me acompañó en los quehaceres de este mundo; los discípulos preguntaron, las compañeras de trabajo me acosaron con preguntas, el amor de mis amores en este mundo insomne preguntó: ¿qué te pasa?... ¿qué podía pasar?, nada ante los ojos normales, ¿en qué forma podía explicarles que tenía un problema insoluble con mis sueños?

Esa noche traté de conciliar el desasosiego con el cansancio para lograr encontrarme con el sueño, perdón, con el dormir, temeroso de las imágenes de persecución que se iban a desencadenar en mis sueños; conté mujeres desnudas de un campo nudista saltando una cuerda porque les tengo fobia a las ovejitas tradicionales, hasta cuando mi hada en este mundo me dijo entre suspiros: “tranquilo, yo te acompaño hasta el límite de lo que ocurra”, entonces, no temí, cerré la puerta de mis temores conscientes y penetré resuelto en el arca insondable con el problema trágico de ser el depositario de secretos inauditos que nadie más debía conocer y qué, debido a mi curiosidad incurable había visto, oído y olido durante mi reposo de la noche anterior.

Caminé cauteloso por los senderos de niebla con olor de fresas y sabor de rosas; oí los colores, olfateé los sabores y vi los ruidos estrambóticos de la cacería que tenían montada en mi contra por los timoratos. El hada buena de mis amores me volvió invisible al olfato de los conejos de presa, inodoro a la vista de los búhos persecutores e insaboro al oído de las serpientes trotantes del mundo inverosímil de los habitantes de los sueños. Me invulnerabilizó contra todos los avatares de los extravíos acosadores del nebuloso mundo de los aconteceres absurdos, sin realidades, sin fronteras, sin acabares y sin principios de los durmientes del plante tierra.

Penetré sin querer en este mundo idiota cuando perseguía a uno de mis personajes cósmicos de mis ensoñaciones despiertas una tarde en mi cuarto de trabajo; lo perseguí hasta la máquina de escribir de otro escritor que no podía dar cuerpo a uno de sus sueños alucinantes y lo saqué a empellones de la hoja blanca que ya contenía tres renglones escritos; le pedí perdón al colega, por la intromisión y le tendí la mano pero, cuando quise atrapar al hijo de mis pensamientos, él había penetrado en un suspiro desvaído por la puerta perpetua que cubre las huidas de los seres que perviven en las mentes de los locos y lo vi a lejos retozando y haciéndome muecas desde el jardín increíble de las flores románticas y la luna descolorida de los poetas.

Sentado en las ideas de mi rival, sobre las teclas de los números y signos de su máquina portátil, expliqué a mi colega la aventura de la fuga de mi hombre imaginario y me dijo “tranquilo, fue que se me presentó de improviso y por eso lo iba a utilizar  en el cuento que estoy escribiendo…” pero que reconocía mis derechos sobre el ser imaginario y me dio una lista de los que se le habían escapado a él y me pidió el favor de retornárselos si los hallaba por mi camino.

Mi hada protectora, igual que un ángel guardián, tal vez escuchó la parrafada de intransigencias y convergencias de mi competidor y colega en el oficio de llenar cuartillas y para salvarme de discusiones inútiles, ató una cinta de cielo a mi cintura y me devolvió al camino que había dejado. Muy lejos, en la distancia divisé a mi presa divertida, jugando con los engendros de la imaginación de otro escritor y sentí celos… así qué, pensé, su fuga tenía todas las características de premeditación, no me amaba a mí, su creador, sino a otros seres fantásticos salidos de la mente de otra persona, y para colmo, malvados, pues bien, conmigo estaba liquidada, para el sueño de la noche venidera ya no existiría; en la madrugada, cuando despertara de este sueño lo borraría de mis inquietudes, bobo pelotas, ¿así que esta era la forma en que jugaba con el cariño que le daba yo, su padre, su creador?

Olvidé que durante los sueños verdaderos no hay tiempo ni lógica ni espacios y, cuando intenté atraparlo, el panorama cambió abruptamente y yo me encontré de inmediato en un territorio de niños mimados entre bicicletas con turbinas, patines atómicos, muñecos humanos, colegios con actividades infantiles alucinantes y niños ricos tarados por la tribulación de no saber que mas pedir a sus papis, ¿después de tenerlo todo, quieren pedir más?, pensé, desgraciados y casi que a patadas los devolví de vuelta a sus camitas mullidas e inmaculadas, a sus alcobitas donde no entra el coco o el demonio, todo comprado por sus papacitos con el fruto del sudor ajeno y corrí persiguiendo a mi personaje. Escapó de mi cuartico cálido y humilde y estaba seguro de que se encontraba entre los nenes millonarios.

Mi ángel de la guarda sin nombre, según me dijo, rió mucho al escuchar mis desafinaciones anímicas, sonrió cuando oyó mis maldiciones y, comprensiva, me indicó la variante sonámbula de los sueños rebeldes que se perdía en el bosque umbrío de la desesperada puerta donde jamás de los jamases asoma el sol.

En la oscuridad total la llama de la ternura, prendida con cariño, perforaba las tinieblas espesas de los sueños desesperados de los que no pueden soñar, de los sueños de esos afortunados en la vida que cifran todo en el dinero, de los amantes sin correspondencia del ser amado, de las mujeres que sufren por la felicidad de los que se aman, de los amigos que abandonan a los amigos, de los que quieren ser más de lo que son y de todos los que sin querer decir una mala palabra son unos malnacidos.

Ella me sacó de los ensueños dentro del sueño que ya estaban volviéndose peligrosos y dio lucidez a mi cerebro onírico para continuara con el seguimiento de lo que venía buscando y hallara lo que debía encontrar y dio a mi mente disonante la armonía casi musical del rumbo exacto del itinerario del personaje huidizo que ahora se escondía, refundido, ente los espíritus nebulosos de los sueños que, hasta ahora, ella estaba conociendo y que, con sus poderes de amor, podía adivinar con los ojos cerrados. Lo vi desde lejos, tratando de introducirse entre el tráfago maloliente de un carrusel itinerante repleto de malos olores, de mujeres de la vida airada, de varones que jamás pudieron ser completamente hombres, de ilusiones perdidas en bares de mala muerte, de sonidos estrepitosos y relaciones sexuales  de afán. Ella no quiso que yo entrara en el círculo moviente del juego de feria mecánica con esas personas , sus malos sentimientos y sus malolientes deseos; entonces, me transportó  hasta el lugar donde vi lo que vi, supe lo que supe y olí lo que olí y qué, aun ahora dentro de mis aconteceres cotidianos, no creo que existiera…

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