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No podía ser. Era imposible. Por más que leyera y releyera la crónica del diario no acertaba a conseguir entenderla, era como si las letras se hubieran vuelto locas de repente. Algo como lo que debieron pensar en su momento, los primeros que vieron a un grupo de jóvenes bailar el twist. Peor aún,  porque supongo que ellos  estaban viendo algo nuevo, raro y un tanto “cargadito de maneras”. Pero sabían que era un baile.

Lo mío era peor, no podía, no sabía, o incluso más terrible aún, quizá me había olvidado de leer!  No entendía lo que tenía ante los ojos, era como si toda la crónica fuera una nebulosa. Ni sé, ni quiero saber,  las horas que pasé medio sentada, medio levantada, medio apoyada en una pierna mal doblada encima de aquella incómoda silla, y sin poder en manera alguna, por más que lo intentara, aclararle a mi mente, a través de lo que mis ojos veían, de lo que mis dedos tocaban,  repasando una y otra vez, en un vano intento de comprender lo que estaba escrito en el dichoso diario. No pude, sencillamente resultaba imposible. 

Desesperada, miré a mi alrededor, tenía que haber algo, cualquier cosa, en alguna parte, cerca de mí, que pudiera aclararme el porqué de mi incapacidad lectora o comprensiva. No tenía claro ni sabía cuál de ellas era la afectada provocadora de aquella ansiosa congoja que me paralizaba. Para ser sincera el recorrido visual que efectué no me sirvió de gran cosa. La estancia era una de las más sosas que jamás había visto. Las paredes de color, de color… yo que sé… de color, sucio. Sí, ese era el color, sucio, muy sucio. Como un gris intenso con ingentes y desparramadas manchas de un rotundo negro, situadas, curiosamente, todas ellas, a media pared.

¡Ja!, me dije toda ufana, podía describirme a mi misma lo que precisamente yo misma estaba viendo, Señor! pero… pero… qué estaba diciendo? me estaba volviendo loca? No sería el primer caso familiar,  así muy por encima, si la memoria no me fallaba, y si lo hacía, como a lo mejor me estaba volviendo loca daba igual, contabilicé unos 6 ó 7.

Me ajusté bien las gafas consiguiendo con ello, como siempre y al igual que le pasa a todos los que las usamos, desenfocar completamente mi visión, giré hacia un lado, el izquierdo para ser más exactos, la cabeza, moví, a lo conejo la nariz, y quedaron las antiparras debidamente colocadas.  Me levanté cojeando. La pierna se me había dormido completamente y no sé como no fui a dar de narices contra el suelo, había visto algo en la pared que me llamaba poderosamente la atención.  Amenazante y señalando  con un solo dedo, rectísimo eso sí, pero uno sólo, le dije a la pared, y de paso a las provocadoras manchas: - Tú, tú a mi no me la das!- Tú antes no eras así, no estabas sucia ni tenías esas manch…, manchas? Eran manchas?

De verdad que lo eran?. Empecé a sudar, ese sudor frío, que no sé porque empieza siempre por la coronilla y va bajando, bajando, hasta llegar a la nuca, momento en el que se te  anula el entendimiento, no puedes tragar saliva ni respirar,, se te eriza el vello de todo el cuerpo, se te forma un nudo en el estómago que te provoca el vómito,  te zumban los oídos, no ves o ves demasiado, nunca te queda muy claro, y  finalmente, llega “EL”.

El miedo. Un miedo atroz, pavoroso que podría abatir al más valiente. Sientes auténtico pánico.  No te deja andar ni  hablar, llorar. Quieres gritar y no puedes, tiemblas y sobre todo… miras!!!!!! Miras profundamente  En mi caso, concretamente, una mancha, de las tropecientas que tenía la pared, sólo una. Aquello era algo más que una simple mancha, era…una cara… como borrosa, de acuerdo, pero una cara.  Sí…era ella! . No me cabía la menor duda, era la cara de la tía Felisa “la Verrugona” la llamaban. Nunca ha existido ni existirá persona con más grandes, feas y peludas verrugas que las que tenía la tía Felisa.

Me distraje un momento pensando en que no sé porque la llamaba tía Felisa porque y, aún en el caso de que me  estuviera volviendo loca, eso sí  lo recordaba, de la familia no era. A lo que iba, miré, miré y remiré hasta que conseguí descubrir las puntas del pañuelo atado al cuello  y que siempre le caía un poco hacia atrás.

Sí señor, allí estaban las greñas, bueno en realidad greña, porque yo la veía de perfil cayéndole sobre la cara y aquella nariz, madre mía, qué atributo de la naturaleza, si parecía que la iba a abalanzar hacia delante, de un momento a otro.  De pequeños, y vamos a decirlo todo, de mayores también. Siempre nos había dado miedo, tanto a mis primos como a mí. Se decía por el pueblo que era “meiga”, y que echaba “mal de ojo”, maldiciendo a diestro y siniestro y atrayendo todas cuantas des-gracias ocurrían a cualquiera del pueblo, familiares, amigos o allegados… Si bien es cierto que parecía ir siempre murmurando algo.

Un día, que tras apostar un chicle “bazooca” ,de aquéllos tan enormes con tres redondas que casi no cabían en la boca que ni tan siquiera eran buenos, no tenían  sabor alguno, pero que duraban… buahhh! toda un día. Y,  ya hasta las narices  de oír como los chicos del pueblo nos recriminaban constantemente diciendo que “las señoritingas de la capital le teníamos miedo a todo” afirmé que en cuanto la viera, me plantaría delante de ella y le diría verrugona. No se lo creyó nadie. Ni yo. Además  estaba segura de que ya a  aquellas horas, era bien pasada la media tarde, la tía Felisa ya no saldría de su casa, pero para que se dieran cuenta de mi valor, lo afirmé, reafirmé y escupí tres veces en señal de que lo haría así que la viera. Cosas de la vida mira tú por donde que aquel día, a la pobre mujer le dio por ir al rosario.

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