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Después del naufragio los sobrevivientes llegaron por diferentes circunstancias a una pequeña isla, perdida en el Pacífico del Sur. El Gran Holocausto nuclear acabó con la vida humana en los cinco continentes y ellos sabían, por las últimas noticias que alcanzaron a captar, que los sobrevivientes de la hecatombe eran poquísimos y estaban distribuidos en puntos extremos del planeta.

El buque Santo Espíritu había zarpado de San Francisco, California, rumbo al lejano oriente con una enorme excursión de feligreses carismáticos que tenían como objetivo conocer otras culturas con sus respectivas creencias y estudiar las posibilidades de predicar la Buena Nueva del Evangelio Total.

El Reverendo Heart había sembrado la semilla del celibato  y  la abstinencia carnal para alcanzar el Paraíso en un estado de gracia parecido al de los ángeles. El pecado más condenado y condenable era la lujuria y sus contraventores tendrían una condenación eterna en el lugar más terrible del averno.

Uno tras otro fueron pereciendo los sobrevivientes, en un plazo relativamente corto. Un día despertaron únicamente dos: un hombre maduro y una mujer joven, que miraron horrorizados el cadáver del otro habitante. Ahora tenían por delante el cumplimiento de la misión que oyeron pregonar con súplicas el último día de vida de los miles de millones de habitantes de la tierra y resonaba con ecos bíblicos en sus cerebros fanatizados por sus creencias: “Creced y multiplicaos”.

A sabiendas de que el género humano podía desaparecer de la faz del planeta se miraron tratando de darse ánimos para reproducirse. Él andaba por los cuarenta años y ella contaba dieciocho; eran sanos, fuertes y vitales pero debían superar un problema de conciencia no sólo por su religión. ¿Cómo puede un padre engendrar descendencia  con su hija?

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