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     Cuando se probó el tercer vestido rompió en llanto. Su reflejo, radiante como nunca, le pareció insoportable de ver. No porque fuera feo. Por el contrario, era hermoso, realmente bello. Y por eso era insoportable. Sus lágrimas caían empapando la blanca seda que cubría su piel. El velo apenas podía ocultar la tristeza de esos dulces ojos. Se quedó inmóvil mirándose, mirándola, registrando cada mínimo detalle hasta terminar de retratarse en su mente. Y solo cuando sintió que había sido suficiente, se quitó el vestido y se vistió rápidamente con la seda opaca y oscura a la que ya estaba acostumbrada, sin poder borrar de su alma el deseo de haber elegido un camino diferente. Una última lágrima recorrió los profundos surcos de su rostro antes de emprender el camino de regreso al convento.

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