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Un trecho antes de arribar a la choza, Naunko hizo gala de coraje y satisfacción ante su mujer, mostrando orgulloso, el trofeo conquistado en la partida de caza. Se aproximó al espacio donde otras pocas chozas se levantaban, como una muestra más, de la conquista que el hombre había logrado en las llanuras de África. Dio gritos de triunfo para que también algunos vecinos, salieran a admirar la enorme presa que cargaba sobre sus hombros.

El hombre de lustroso cuerpo azabache había regresado a su hogar, después de lidiar en soledad, rastreando al enorme ejemplar del antílope que cayó presa bajo el poder de su lanza. Durante dos días y dos noches lo había perseguido en medio de la enmarañada geografía africana; hasta que finalmente, el impulso de su brazo permitió que la lanza penetrara el cuerpo de la presa que habría de servirle a su comunidad, no solo como alimento, sino para demostrar el poder de su ingenio, su fortaleza y su valor.

Los pocos nativos que ocupaban el espacio robado al monte, salieron a recibir con gritos de alabanzas al valiente Naunko. Estampa de piel húmeda por el sudor y la sangre del animal derrotado. La imagen heroica del hombre sobre su medio ambiente representaba en su paso tambaleante por la carga, la abundancia de su presa y el mérito de la supervivencia para el clan primitivo.

Depositó el cuerpo yacente del antílope sobre el piso de tierra alisada en la entrada de su choza, para que todos lo admiraran. Naunko estaba agotado. Su mujer le acercó un cuenco con agua y él se desplomó sobre un tronco para relajar las piernas y los brazos que aún le temblaban por el esfuerzo.

Todos admiraron la hazaña, y el resonar de los tambores propagó al universo la exitosa cacería de Naunko.

Macuba le preparó algo de alimento y cada mujer del asentamiento aportó las tisanas estimulantes con las que solían premiar a sus hombres, cuando exitosos, regresaban de una partida de caza.

 Naunko entró a su choza, se desplomó sobre el catre de ramas y hojas de palma y tuvo un sueño profundo. Soñó que su gente lo admiraba, que sus hijos serían sus nobles descendientes y también, eco de su propia trascendencia humana. Pleno de arrogancia se sintió poderoso dominador de la naturaleza.

Pasó esa noche durmiendo, y cuando el sol de la mañana comenzó a filtrarse por entre las copas de los árboles, Macuba consideró que ya era tiempo de despertar a su esposo y escuchar el heroico relato de la cacería. Orgullosa le acercó otro cuenco de madera con más brebaje.

El hombre entreabrió los párpados y apenas con un hilo de voz reconoció su cansancio.

Sobre la piel de su pecho habían crecido dos manchas moradas, insignificantes vestigios que se hicieron visibles durante el sueño. No las notó durante la cacería, las reconoció después, como las que suelen dejar las moscas tsé-tsé en sus víctimas.

 

La fiebre y el sueño intenso, fueron las señales impiadosas que permitieron reconocer que Naunko, habría de morir dos días después de su hazaña. Él, el hombre poderoso de su estirpe, el eximio cazador, fue derrotado por un minúsculo insecto que los dioses pusieron en el mundo, para moderar la vanidad del hombre.

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