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Despertó después de unas dos horas de sueño intranquilo y con pesadillas; sentía frio y su cuerpo estaba cubierto de sudor, arrojó la sábana a un lado y se acercó a la ventana para observar el amanecer frio, nublado y lluvioso, con esa lluvia que es casi una brisa pero empapa todo y cala hasta la osamenta. 

Ella se marchó hace tres horas después de una larga noche de amor y pasión desaforada. El licor los había desinhibido y ensayaron todas las posibilidades del erotismo de pareja hasta quedar rendidos; eso pocas veces ocurría y él sospechó de inmediato que, en las largas ausencias de ella, uno o varios amantes le enseñaron lo que practicó con él esa noche desaforada. Lo confirmó cuando al calor de los tragos y la pasión ella entre gemidos soltó dos o tres nombres masculinos.

Lleno de celos decidió, sin consultarla, que este era el adiós definitivo. Se separaron en el pasado varias veces y siempre se reconciliaron, igual que en esta ocasión cuando la mujer regresó llorosa, arrepentida y llena de promesas que él sabía no se cumplirían. Hoy, todo era diferente; era una partida sin retorno, una separación sin palabras. Las lágrimas brotaron en silencio porque, por encima de todas las circunstancias y conveniencia la amaba.

Recordó en poco tiempo todos los años de su relación, se puso el pantalón sin calzoncillos y pensó mientras respiraba hondo y miraba por la ventana la claridad del sol matutino filtrándose por entre la niebla y el rocío mañanero ¿Ahora, qué demonios hago con el cadáver?

 

Edgar Tarazona Angel

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