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        En un pequeño monte de retoños de espinillos, estaba ubicada una colmena recién constituida, donde sus abejas harían sus primeros vuelos.

   Una abejita muy decidida, sin escuchar los consejos del resto de sus compañeras, se lanza a la búsqueda de las flores más bonitas.   Volaba en todas direcciones, sin tener bien claro el sentido de la orientación. De repente se encuentra perdida, no sabe como volver a su colmena, y se pone a llorar. Una paloma que la observaba le pregunta que le pasó, pero no hizo nada por ella. En un eucalipto había un loro que se burlaba de ella. Al verla tan desprotegida una lechiguana le ofreció comida.

  Un chingolo curioso y preguntón, quería saber de donde venía, que le pasaba, y se ofrecía para ayudarla. La pobre abejita desconsolada y triste, le explica que cerca de su colmena había un molino de agua.  El chingolo decidido le dice: “sube sobre mi cabeza y la encontraremos”

    Después de volar un buen rato, pudieron divisar el molino de agua, encontrándose a pocos metros la colmena. Cuando vieron el retorno de la perdida, sus compañeras salieron a recibirla, y deciden recompensar al chingolo.

     Toda la colmena le ofreció miel, y le pidieron que se quedara en el monte, que todos los días recibiría su cuota de miel. Aceptó con mucho gusto la propuesta de sus nuevas amigas. Pasaron varios días de la sobrealimentación, que se vio tan gordo, que apenas podía volar. Como era tan grande el agradecimiento que le debían, que todas las abejitas le  prepararon un nido reforzado, con pajas, retazos de lana y cera preparada por ellas mismas.

    La abejita perdida, junto con el cuidado y la alimentación especial, llega a reina. Pero nunca se imaginaron sus compañeras que se iba a enamorar de su salvador.

   El agradecimiento y el amor se unieron, decidiendo abandonar la colmena, volando al nido del chingolo. Su amor era tan fuerte que decidieron casarse.

    Muy pronto se formalizó la fiesta, a la que concurrieron todas sus compañeras, los zánganos, los chingolos amigos, la paloma, oficiando de cura un tordo que vivía en un monte vecino.

    La fiesta terminó al caer la tarde, y según cuentan que las lechuzas, que observaban desde un poste, se lamentaban por no haber sido invitadas.

    Cuando hay amor y agradecimiento todo es posible, nos han demostrado la abejita y el chingolo, que por muchos años vivieron felices.

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