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En las circunstancias más variadas y con una frecuencia inusitada el hombre hacía juramentos para darle fuerza y validez a sus afirmaciones. Sus expresiones más utilizadas eran: “Por Dios bendito que sí” y “Se lo juro por las cenizas de mi padre”. 

Como nuestro personaje llevaba poco tiempo en el pueblo, nadie conocía sus antecedentes personales o familiares, de  manera que dábamos por descontado que el padre había fallecido.

Era un buen ser humano; cumplía con sus deberes administrativos en el cargo que ocupaba en la Alcaldía Municipal, asistía a la misa de los domingos y carecía de vicios notorios. Lo único que molestaba a quienes lo escuchábamos era su manía de jurar por cualquier motivo; en particular nos sonaba aquello de las cenizas de su padre.

Como nunca hacía alusión a su madre, dimos por descontado que la buena señora gozaba de excelente salud y que su querido esposo estaba muerto y, posiblemente, incinerado; entonces, decidimos nombrar un delegado para que presentara nuestros respetos al amigo recién llegado con nuestro sentido pésame por el fallecimiento de su progenitor.

Nos agradeció la bienvenida pero, ante las manifestaciones de duelo su cara pasó del asombro a la risa desbordada. ¡Noooooooooooooo, si mi padre no está muerto, es que fuma demasiado!

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