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En un viejo camastro dormía Mina, junto a sus hermanas, aferrada a su pequeña manta, refugiada del gélido aire que entraba por el estrecho ventanuco orientado hacia el sur.

Una luz cegadora invadió la estancia, un ruido ensordecedor taladró su pequeña cabeza y unos dedos invisibles, gigantes, toscos, estrujaron la habitación.

El suave aroma azahar de sus cabellos rivalizaba ahora con el olor acido, rojo, pringoso de la sangre derramada. Sus pulmones apretados por un bloque de hormigón buscaban alguna bocanada limpia entre nubes de polvo y humo cegador.

Sus pequeños ojos grises sólo alcanzaron a ver una extraña masa blanquecina, como diminutos granos de arroz que resbalaban lenta y pausadamente en la pared. La masa encefálica de Aira, su hermana mayor, finalizaba su serpenteante viaje en el alfeizar de la ventana dejando escapar, en su macabro periplo, las escenas oníricas de su boda con Ahmed.

Cerró suavemente sus párpados mientras escuchaba el murmullo de gritos y sirenas lejanas, muy lejanas.

A pocos kilómetros, en la torreta todavía humeante de un tanque israelí, el cabo apuntador era felicitado por sus compañeros. Había conseguido una “canasta de tres puntos”.

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