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Cuando ingresé en la Academia de Asesinos a Sueldo, el profesor más veterano solía decirnos que el crimen perfecto era aquel asesinato que la policía no era capaz de catalogar como tal. Nos hablaba de técnicas con las que podíamos llegar a intentarlo, a perseguir esa sublime actuación profesional donde la culpa quedase suprimida por el accidente o la enfermedad.

Una de las posibilidades de tal intento, era atar a la víctima a una silla y colocarle una bolsa de hielo sobre la cabeza; todo un clásico. El forense dictaminaría una muerte por congestión cerebral. El procedimiento tiene un inconveniente; pues, un especialista puntilloso, puede reparar en las rozaduras que la cuerda produce en las muñecas. La forma más segura de deshacerse de alguien, solía decirnos el profesor, es a través de una eliminación perpetrada con el poder de la mente; pero eso, por el momento, aún no está al alcance del común de los mortales.

Siempre fui un alumno aplicado. La devoción por los estudios se ha mantenido desde mi ingreso en la escuela primaria. Mi mente, estimulada ante los retos de cualquier planteamiento intelectual, se empapa con facilidad de las nociones básicas, asimilándolas como propias en un corto espacio de tiempo.  Mi cerebro se precipita más allá de los conceptos, leyes o teoremas, haciendo suyo el concepto más enrevesado.

¡Matar con el poder de la mente!, la idea enraizó en mi cabeza con la vitalidad de una simiente arrojada sobre una tierra húmeda ¡Matar con el poder de la mente! Empecé a visualizar los órganos internos de la gente a mi alrededor, los puntos más vulnerables: corazón, hígado, riñones, estómago, pulmones… Al cabo de quince días de prácticas obsesivas, penetré con mis ojos en el riñón izquierdo del veterano profesor, encontré en él un cálculo no mayor que una lenteja y lo moví de arriba abajo, de lado a lado. Tuvieron que llevárselo del aula en mitad de un espantoso cólico nefrítico. Otro día escogí a un transeúnte al azar, en mitad de la calle. Era un hombre de mediana edad, murió de una hemorragia interna. Su sangre, por vía bucal, estampó la acera con una abstracción de figuras soterradas en la profundidad del inconsciente, como si se tratase de un test de Rorschach desplegado en la consulta de un psicólogo de tres al cuarto.

Abandoné la academia, en ella no son capaces de enseñarme nada que yo no pueda hacer mucho mejor. Anuncio mis servicios en las páginas de contacto de los periódicos, camuflados entre los anuncios de prostitución, gays  o lésbicos. Consigo mis clientes con frases cortas del tipo: “Haz realidad tus instintos más ocultos”, “Ofrezco la perversión de una anulación física parental (léase parricidio o similar) al alcance de todos”, “Vive sin complejos, elimina la mirada de todo aquel que te juzgue o que, con sus actos, intente sojuzgarte”.

Piénselo querido lector, los amigos vienen y van; pero los enemigos se acumulan. Puede que una novia despechada, un compañero de trabajo envidioso o un vecino irascible, esté detrás del inicio de una migraña, de una crisis cardiovascular o de una súbita afección pulmonar. Puede que el ataque le sorprenda en una cafetería, en un cine, en un restaurante, en una reunión de consejo escolar… Piense que, en el inicio de cada una de estas dolencias y de todas las que pueda imaginar, se encuentra la labor de mis ojos, de mi mirada absorta en la visualización de sus órganos más vulnerables.

Piense en ello, querido lector. Las enfermedades pueden ser atribuibles a todo tipo de causas: gérmenes, desarreglos alimentarios, desgaste físico, incluso a los malos espíritus; pero no descarte, no lo haga o cometerá un grave error, la intervención de la mente humana; el arma más destructiva del universo. Piense en ello durante su próxima crisis, y elabore un listado de todos aquellos conocidos que pueden haber pagado una razonable suma para que usted desaparezca.

No necesito acercarme mucho, me bastan veinte metros. Piénselo, sobrecójase y tiemble, en cualquier momento del día o de la noche, puedo aproximarme a la distancia óptima y hacer que su cuerpo le abandone en medio de un dolor insufrible.

No es nada personal.

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