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En la tarde, mientras leíamos escritos de mi infancia en Ibagué, César ha hablado de un libro que planea escribir sobre una sociedad donde impere el positivismo lógico. No es justo que vivamos en medio de la barbarie, dice, y no me duele ser idealista por defender la razón. César ha argumentado sólidamente el asunto. Mi posición es escéptica. La época no es fácil. A pesar de mi deseo de que todo tenga un orden, de que exista una sociedad guiada por la razón, mi conclusión no es optimista. El mundo es como es y nadie lo va a cambiar de la noche a la mañana, ni siquiera la lógica.

En la noche he salido a tocar el piano en una fiesta en el norte de Cali. Antes de ingresar, un indigente con las uñas de los pies tan largas como embocaduras de saxofón, me ha insultado porque no le dí monedas, asunto del cual sólo vine a enterarme gracias a mi mujer, que me puso al tanto cuando iba a empezar a tocar.

Durante la fiesta el suceso del indigente me ha tenido sin cuidado. Mi reflexión está centrada en la charla con César, en lo irracional de un mundo guiado sólo por la razón. Luego de unas cuantas partituras y de dos o tres vasos de whisky mi mente empieza a dejarse llevar por la atmósfera festiva. La alegría de los invitados se mezcla con el chasquido de las copas, con el humo de los cigarros. La ilusión del festejo me ha sustraído del mundo real. El caso del indigente está olvidado. La discusión sobre el positivismo lógico ha pasado a segundo plano.

En cuanto llego a casa caigo dormido. Un sueño se apodera de mi descanso. He dejado Cali para caminar las calles empedradas de la colonial Popayán. Ignoro las causas del viaje. Antes de terminar de interrogarme distingo un edificio con gente en el lobby. Entre los rostros descubro antiguos compañeros de estudio en el Seminario, hace tiempo olvidados: Jorge Hernán, Andrés, Sandro, José Luís, Eugenio y otros. Nos saludamos. Me siento cómodo, entre familia. Me invitan a seguir al comedor. La sensación es de no habernos separado nunca. El lugar semeja el colegio de la adolescencia en Ibagué o quizá la estructura del noviciado en La Ceja. Cruzamos a través de un corredor protegido por un techo que obstaculiza la vista del cielo. Alcanzo a distinguir nubes oscuras amenazando con tormenta. Uno de los compañeros, hablando desde la penumbra, me interroga sobre el clima de Cali. Respondo que sigue siendo el mejor del mundo: soleado, mucha brisa. Nadie refuta mi respuesta. Algunos miran el cielo de Popayán augurando relámpagos. Cuando caen las primeras gotas corremos hacia un pabellón de paredes bruñidas.

En el costado derecho hay un cobertizo con aspecto de estación de tren. Ingresamos y nos disponemos para la oración, como en la época del Seminario. Al lado mío se ubica Jorge Hernán, pulcro y elegante como de costumbre. La última vez que tuve noticias de él residía en Buenaventura, trabajando para el gobierno. Lleva puesta la misma chaqueta que usaba en tierras antioqueñas para resguardarse del frío. Su gesto de cordialidad no ha cambiado.

Después de la oración tomamos asiento. Resulta fácil evocar las temporadas en La Ceja, la camaradería de los seminaristas, el deseo de que esa situación ideal, llena de armonía, fuera eterna. Calculo que son las cinco y media. Me asombra que estemos almorzando a deshora. Quizá sólo se trata de un estado de alma agravado por la tormenta. Mientras degusto trocitos de mango en salsa de ceviche veo a Jorge Hernán mirar con asco bajo la mesa. Observo y detallo que llevo puestas unas sandalias que no usaba desde aquella lejana época. Las sandalias son un desastre, al igual que mis uñas: largas, deformes, un poco amarillentas. Jorge Hernán estira sus pies con intención exhibicionista. También trae sandalias, las mismas del Seminario, en prefecto estado, así como sus uñas. Los compañeros han advertido el estrago en mis pies. El almuerzo ya no me interesa tanto como esconder las uñas tras las mangas del pantalón.

Sucede un flash que nos sitúa afuera del comedor. La lluvia ha desaparecido. Nos encontramos en una rampa que da a un salón con aspecto de hangar de aeropuerto, desde donde salen una mujer y un hombre. La mujer, una desconocida con cara de ayudante de salón de belleza, pasa de largo, sin saludarme. El hombre es Rafael, mi mejor amigo del Seminario, residente ahora en Boston. Se abalanza sobre mí, me abraza. El encuentro es emotivo. Siento que Rafa quiere llorar. Algo lo detiene. Los otros compañeros están en un costado, inmóviles. La mujer ha desaparecido. Perdí la oportunidad de corregir mis uñas estragadas.

¿Supiste lo que dijeron?, dice Rafa mientras me sujeta por el hombro. Respondo que lo sé, que el autor de ese terrible juicio es Andrés, el más racional del curso, y que yo también me encuentro indignado. Rafa dice: Dizque idealista, ¿Te imaginas? ¿Yo, idealista?

Aún en la penumbra del sueño intuyo que Rafa no es Rafa. Busco a César pero sólo veo las estatuas rígidas e indiferentes de mis ex compañeros. Rafa sigue mascullando su parlamento carente de interés, como robot de gestos atrofiados. Todo es una farsa que no sé cómo acabar.

Despierto. Ignoro si es día de semana, si se ha hecho tarde para el trabajo, si soy un hombre casado en el año 2009 o un novicio con voto de castidad en 1995. El dolor de cabeza es fuerte. Hay un inconfundible sabor a madera de naufragio carcomiéndome el paladar. Maldito whisky, balbuceo. Busco el reloj: faltan pocos minutos para las nueve. El sol entra con soberbia por la ventana. El sonido de mi mujer haciendo gimnasia me recuerda que soy casado y que es domingo y que si fuera semana no tendría que ir a trabajar porque llevo varios meses en el desempleo.

Me recuesto de nuevo evitando que el sol me alcance con su canícula. Antes de quedarme dormido examino mis uñas enredadas en los hilos del sobrecama reclamando un exhaustivo pedicure.

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