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Se presiente. El fantasma deambula por todos lados, no encuentra, va por las calles que recorrió en vida; ahora se le revelan como mundos extraños y nuevos, le muestran lo que antes no quiso ver. Quizá la edad indefinida o el rostro surcado de arrugas secas que le dieron sabiduría... sabiduría.

Ha olvidado caminar y por eso se eleva un par de centímetros del suelo, las baldosas del piso no hielan los pies desnudos y un tanto descarnados. La carne es sólo eso: carne; sin embargo ¡cuánto daría por volverla a besar! Pensaba que lo que amaba era en sí su carne y ahora la descubre queriendo nacerle de dentro. Se contrae, se desenvuelve. Detenido frente a la vieja iglesia de esa su ciudad, observa, tiene piedras cafés de forma cuadrangular alineadas unas con otras, es notorio el paso del tiempo, hay partes sin pintura y existen agujeros por donde puede verse el alma del edificio. La gente camina por delante y no se ve entre ella, algunos platican, los novios se arropan en ese día nublado y sin sol. Una mujer por allá, un limosnero, el viento, la vida. La vida.

Desperdició los días y vivió tan rápido que se estrelló en alguna vuelta de calendario. Corría rápido como la sangre que le hinchaba las venas repletas de pasión, extraña pasión por los excesos. Al amanecer sus ojos se abrían al menor contacto con la luz, los abría, las pupilas contraídas expulsaban destellos oscuros, hoyos negros que se beben cualquier energía. Después sus sentidos despertaban: el menor olor, la dureza de la roca, la humedad de unos labios entreabiertos y el cálido aliento. Pero fueron, fue. El apetito por la eternidad en el segundo de luz, del espacio extraño de abrir el pecho al aire. Dentro de la iglesia, llena el vacío del ojo de un Cristo sangrante vestido de morado, el cabello artificial, el silencio mortal de los labios. Entra aquí y allá, resbala por las coladeras y sus aires irrespirables, en los bares desiertos poblados del desamor de las mañanas. La hora no existe: está despierto siempre. La inmortalidad de su muerte lo traslada del día a la noche sin pasar por madrugadas ni atardeceres.

La casa de la niñez no existe, se erige un edificio con fachada de cristal, los años pasaron; el asombro lo hace regresar una y otra vez por esa calle, ni una sola piedra para recordar las travesuras de niño y las visitas a casa de su madre. Algo le estalla dentro, no duele, pero se siente como un solo latido del corazón. Sería tristeza, la tristeza que vuelca en sollozos el sentido, la tristeza persistente que rodea con brazos, la que no deja respirar de corrido y arquea espaldas en gemidos desesperados ... si estuviera vivo. Nadie podría consolarlo porque está solo. Su eternidad es así: estallidos en su interior. Nadie como él a veces escucha a otros, no los ve; lo aterran los sonidos sucesivos. No se acostumbra.

Sube a los puentes de noche, pasan los autos veloces sin sentido, la distancia no se acorta devorando el tiempo. Persiguen a su yo, quieren encontrarse, empeñados en el estaré, dejan el estar. Así fue él, así. Le acometen los estallidos interiores, empequeñece, entra en hueco de su mano hasta desaparecer y siente como cuando dormía de madrugada perdido de alcohol, mas no, sólo se voltea al revés y vive de nuevo dentro de su muerte. No importa.

Flotará dos centímetros arriba del suelo recorriendo sus calles queridas, sobre los pastos verdes y húmedos, sobre las pistas de baile desgastadas de los bares; flotará hasta que todo sea nada, hasta que nada exista, con los pies en la orilla del tiempo. Levitará como si caminara.

ErosWolf

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