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He encontrado en un diario la noticia sobre la Fiesta del Folclor en Ibagué. Lo he visto en los noticieros narrado por presentadoras disfrazadas con atuendos de campesina. La radio transmitió hasta el amanecer la velada de coronación de la nueva reina del folclor.

Mi primer recuerdo de esta feria está asociado a las ausencias de mi padre. En los días finales de junio, en plenas vacaciones de la escuela, mi padre, músico de serenatas para enamorados y gente en plan de conquista o despechados de amor, solía trabajar más tiempo del acostumbrado. Llegaba de madrugada con la borrachera a cuestas, la voz ronca y una caja con churrasco argentino, truco que hacía que mamá, mi hermana y yo perdonáramos la interrupción del descanso. Había más dinero en casa, llegaban de visita familiares lejanos y los vecinos compartían sus viandas: tamales, lechona, masato, morcilla de cerdo, etc. También abundaba el licor: mi padre era un bebedor constante, no menos que muchos de los adultos que por aquella época se acercaban a la casa.

La ciudad, por entonces rural y pequeña, se llenaba de visitantes, no tantos ni tan cosmopolitas como los que hoy invaden las calles gracias a la propaganda de los medios. Los invitados de la fiesta eran los mismos hombres y mujeres de montaña que bajaban cada viernes a lomo de mula, desde lugares cercanos al nevado del Tolima como Pastales o Villa Restrepo, trayendo el surtido para el mercado, todos repitiendo el mismo itinerario de los antiguos ancestros pijaos, que en tiempos milenarios cazaban animales y cosechaban frutos para intercambiar con los habitantes de las planicies del río Magdalena. Sólo han cambiado su atuendo y el aguante para beber licor.

Se deambulaba por el centro de la ciudad a la caza de las promociones del comercio y de las novedades de las ventas de artesanía, en las que se conseguía desde una réplica de artefactos de cuarzo para moler semillas (propia de los indios pijaos) hasta el remedio para prevenir el mal de ojo. Las cantinas de la zona roja se colmaban de generosos clientes para los que la muerte era una fiel compañera aguardando tras las esquinas del laberinto humano.

A falta de dinero mis padres nos consolaban con un largo recorrido por la feria y un buen helado de vainilla o un algodón de azúcar, tan rojo como las mejillas de mi hermana menor, siempre dormida en los brazos de papá. Las fiestas de Ibagué, en el mes caluroso del año, eran un resquicio donde la gente se liberaba de las ataduras de la vida cotidiana, del yugo de la monotonía, al igual que todos los carnavales y ferias de cualquier pueblo de la tierra.

Al término de la celebración se hacía estadística de los muertos en riñas callejeras, fenómeno sin el que la fiesta carecería de sentido, ya que la muerte es la primera invitada a cualquier jolgorio humano. Después de una semana de feria desenfrenada las calles parecían grandes campos sembrados de botellas de Tapa Roja y hojas de tamal, vasitos de helado y tapas de cerveza, mierda de caballo y flores marchitas. La fiesta pasaba y dejaba su huella. La sangre, el licor y la música marcaban una estela cuya seña debía perdurar otro año con la nostalgia del retorno. Serían necesarios otros 365 días para que el espíritu de la fiesta y del exceso se tomara de nuevo cada rincón de la capital musical.

Pasado el tiempo de la feria todo retornaba a la calma. Mi padre llegaba más temprano a casa, mi madre dormía con un sueño constante, los parientes desaparecían con una ausencia lánguida que los convertía en personajes de fotografía o un sueño del que se guarda un recuerdo grato. Los niños volvían a la escuela y el mundo era de nuevo el mundo que enseñaban a dibujar las maestras de clase, mundo gobernado por la lógica, la razón y el orden de la vida diaria.

El abuelo de vez en cuando traía al recuerdo alguna anécdota de la fiesta. Lo mejor es esperar a que llegue junio de nuevo, decía. En aquellos años el tiempo importaba poco. Por lo general solíamos olvidarlo todo al día siguiente, durante los juegos del recreo que improvisábamos en el patio de la escuela, entre saltamontes y guarisapos con ansias de cantar como ranas en las noches de luna.

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