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Mi nombre es Amanda Parker y este es el diario de mi hija, Elizabeth.

***

New York, 15 de Septiembre de 1.989

Hoy conocí a Frank. Se sentó junto a una mesa, cerca de la ventana  que tiene mayor iluminación externa. Cuando me acerque a tomar su orden, me pregunto:

-¿Eres Karen, la hermana de Olivia Parson?.

Me quede mirándolo fijamente. Su pelo lacio y renegrido contrastaba con sus ojos celestes, tan profundos como el océano. Sus cejas estaban tan perfectamente ubicadas en su rostro que parecían esculpidas por el propio Miguel Angel. Estaba eclipsada. No sabia que contestar, solo dije:

-No señor, se confunde – ¡ Le dije señor!, si era un joven como yo, con poco más de veinte años. Mi estupidez iba en aumento. 

Se quedo por unos instantes en silencio, luego agrego:

-Ok.  Esta bien. Solo tráeme un café.

Apunté la orden en mi libreta, lo cual era ilógico, se trataba solo de una tasa de café. Por suerte lo hice, cuando llegue a la ventana de la cocina tuve que leerlo para que lo prepararan.

El llevaba un libro en su mano. Lo abrió y comenzó a leer. Atendí otras órdenes y hasta que llegó el momento de llevarle su pedido. Tome la charola y puse la tasa de café. Camine lentamente hacia su mesa. El no se percato de mi presencia, estaba ensimismado en su lectura.  

-Aquí tiene el café señor – Nuevamente lo de señor, pero ahora fue más terrible que antes, le derrame el líquido caliente sobre su regazo.

Con un reflejo de gacela, esquivo el peligro.  No sabía como disculparme de mi torpeza, pero él con una sonrisa cautivante, agrego simplemente:

-No te preocupes, todo tiene arreglo. Ahora tú me debes un café.

No sabia como interpretar eso ¿era una cita?. ¿Una insinuación para comenzar algo?; pero ¿cómo?; o tal vez solo una broma de un joven. ¿Como saberlo?. Mis pensamientos iban y venían.

-¿Como dice señor? – agregue automáticamente. Sentía que la palabra “señor” me protegía y creaba un muro que no quería tener, pero mi timidez ganaba la batalla. Mientras tanto, traté de limpiar el desastre que había provocado. 

- No me digas Señor, me llamo Frank. Se que no te llamas Karen ¿Cual es tu nombre, entonces?

- Me llamo Elizabeth –le dije, casi balbuceando. 

-Como la reina de Inglaterra – y agrego - ¡que bello nombre!  

Hubo un silencio incomodo entre nosotros, para después pasar todo a la normalidad, si acaso eso quería. Le traje el café nuevamente, cuidando de no cometer la misma torpeza. Se lo tomo y luego se retiro.

No pude más y lo seguí a riesgo de perder mi ilustre trabajo de camarera. ¡Ya se que era una locura!, pero mi corazón pudo más. 

Llego a un edificio y subió las escaleras.  Me quede afuera dudando en entrar o no, solo para saber en donde vivía. Se llamaba Frank y con la descripción física le pregunte al conserje, haciéndome pasar por una amiga. Me dijo que vivía en el apartamento número quince del tercer piso. Además comento su soltería y extravagante profesión de escritor, a pesar de su corta edad. Era todo lo que necesitaba saber.  

Espere volver a verlo al otro día en mi trabajo. Mis ojos estaban pegados a la puerta de entrada cuando, el milagro ocurrió. Lo vi. Hasta su caminar era sensual. Se sentó en el mismo lugar de siempre. Cuando me acerque, susurró suavemente: 

-Hola Elizabeth. Te ves preciosa.

¡Preciosa me dijo!. Otra vez debía interpretar eso como algo o no. Este juego me torturaba de sobremanera. ¿Como reaccionar apropiadamente? En algo tenía razón, me había preparado para la ocasión. Pinte mis labios, cosa que nunca hacía, peine mi pelo de forma especial y me compre un perfume francés muy caro, casi me costo la mitad de mi salario.

-Gracias Frank – me atreví a llamarlo por su nombre. Un acto de valentía que no me reconocía. Todo siguió igual. Pago el consumo y se retiro.

Lo seguí nuevamente. Una nueva locura, pero ya no me importaba tanto. Quede esperando en la acera de enfrente al edificio en donde vivía. Luego lo vi. Salió abrazado con una joven mujer rubia. Le dio un beso tan apasionado que fue como una puñalada en mi corazón.

Llore desconsoladamente. El pañuelo que tenía en mi cartera no fue suficiente para contener tanto dolor. La abrazaba tan tiernamente que hubiera vendido mi alma eterna, solo por ser esa mujer algunos instantes. Deje esa escena y me dirigí a mi casa. 

Tenía fiebre y dolores abdominales. Mi tristeza era profunda. Me recriminaba no haber sido mas decidida, tal vez hubiera cambiado las cosas. Estuve unos días en la cama, en un profundo estado de desolación. No lo podía olvidar.  

Hoy tengo el remedio para mi sufrimiento. Al mediodía todo habrá terminado.

***

 

Hace dos años que mi hija se suicido con una sobredosis de barbitúricos. Solo les enseño este diario para que la historia no se repita. 

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