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Rusia Oriental, Marzo de 1918.

La luz cenital del atardecer se desplomaba sobre los estirados abetos que se desdibujaban a medida que el tren transiberiano devoraba el frío acero de las vías y ejecutaba una quejicosa melodía. Los imponentes montes Urales no se inmutaban ante esta osadía humana de penetrar en sus entrañas; eran demasiado colosales para tan pequeños mortales. La tundra congelada se desmenuzaba por doquier, salpicando con verde el brillante blanco predominante. 

Pashenka Kozlov observaba desde la desteñida ventana del tren este paisaje adueñado de la rusticidad y desolación, y su alma se perdía en el infinito. Se sentía sin hogar, sin futuro. ¡Claro que había sido despojado de todo! como muchos de sus camaradas militares. Solo dolor y muerte guardaba en su corazón. Su uniforme resaltaba entre los pasajeros civiles, aunque nadie lo notaba, todos estaban hundidos en sus propios destinos. Pashenka había sido dado de baja por una severa herida en su ojo izquierdo que ocultaba detrás de un grotesco parche que cruzaba su rostro, que a pesar de sus veinticinco años, ya exteriorizaba rasgos de edad. Las imágenes de la guerra eran recurrentes pero trataba de olvidarlas. Tenía una idea fija: volver a ver a su esposa, Milenka. Hacía un par de años que la había dejado en esa aldea olvidada de Dios. Aunque le había escrito cartas regularmente, nunca tuvo respuesta. Las comunicaciones eran difíciles, eso era cierto. Tal vez nunca llegaron a destino. Solo guardaba una carta de su cuñado, que había recibido hacía unos días. No la había abierto por temor. Puerilmente pensaba que si se mantenía firme, nada malo pasaría y todo seguiría igual, como cuando despidió a Milenka,  aquella fría mañana cuando fue a combatir al frente.   

Rusia estaba sumida en un caos, los bolcheviques habían logrado tomar el poder y derrocar al Zar Nicolas II. El futuro era incierto. La gran guerra todavía no había terminado, Europa era un cementerio con ánimas deambulando por doquier.  

El atardecer dio paso a la oscuridad de la noche y las sombras se mezclaron con su pasado. Había matado, había quitado la vida a otros seres humanos: cada vez que disparaba o hundía su daga en las entrañas del enemigo, era por su país. Ahora se preguntaba si eso era cierto o solo un engaño. ¿Era un patriota o un asesino? Por primera vez se lo cuestionaba. No importaba en verdad, solo Milenka era el consuelo, el bálsamo que necesitaba en ese infierno. Pocos días antes de las levas, se había casado en una sencilla ceremonia. El pelo lacio y renegrido de ella, sus ojos pequeños y tan piadosos, su piel tersa, su esbelta figura, y sobre todo sus suaves manos que tomaron su rostro por primera vez, cuando era niño, se pegoteaban  en su retina. Era su princesa, a pesar de ser una simple campesina, como él. Fue su único amor: cuando llegara y la abrazara, todo estaría bien. Sería como antes de partir: el trabajaría en el campo, cuidaría de las cabras, y ella lo esperaría para cenar junto al cálido fuego de su hogar. Nada se podía comparar a eso. La matanza, por fin, quedaría atrás.

Golpeó con suavidad el bolsillo en donde traía la carta de su cuñado, no para constatar que estuviera allí, bien lo sabía, sino para convencerse que sus sueños podían ser realidad, que  su destino podía mejorar. Tenía esperanzas a pesar del abismo que lo rodeaba.  

El tren transiberiano continuaba horadando la profunda oscuridad, con la misma impertinencia con la que había comenzado. Solo su frío metal podía hacer frente a lo desconocido. Un fuerte sopor invadió todo su cuerpo y por fin se durmió. Un atrevido latigazo de un rayo de  sol penetró por la ventanilla y perturbó el ojo derecho, del que podía ver. De inmediato percibió su entorno. El murmullo de las personas a su alrededor, le hizo comprender que estaba cerca de su destino. Finalmente podía llegar al pueblo y luego emprender el camino a su hogar en las montañas.

Mientras caminaba por los destartalados pisos de madera rustica de la estación, se le acercó una esmirriada chica, de tan solo quince años, calculó él.

― ¿Tiene algo para comer? ―le solicitó.

No tenía dinero. Era solo un soldado que había peleado por su país, nada más que eso:

―No tengo nada para darte ―le contestó tajantemente.

―Puede tomar lo que quiera. Podemos ir detrás de ese árbol ―se le insinuó con descaro.

Pashenka se exacerbó:

― ¡Qué haces niña! ¡Deberías avergonzarte! ¡Sal de mi vista de inmediato!

―Puede ver esa pequeña que está allí ―le dijo la inocente ―. Bueno, esa es mi hermanita de diez años. No hemos comido nada desde hace dos días. Ahora yo soy su madre. Yo debo cuidar de ella y no me importa lo que tenga que hacer.

Pashenka apenas podía tragar la saliva. Había visto muchas veces estas escenas en su vida  militar, pero ya estaba harto. Harto de la miseria humana, de la desolación en la que vivía. Tomó la medallita de oro que su madre le había dado cuando tenía ocho años; jamás se había desprendido de ella hasta ese momento. Con suavidad se la depositó en las pequeñas manos de la desventurada. Luego la aprisionó con sus dos manos y le dijo:

―Era de mi madre. Ahora es tuya. Esto puede alcanzar para alimentarlas a las dos. Solo hay una condición. Jamás vuelvas a hacer esto.

La joven asintió con la cabeza, tomó la medalla y salió corriendo hacia la otra niña que la esperaba. Las dos saltaban de alegría.  

El tibio sol que golpeaba su rostro, lo hizo revitalizar, tener esperanzas. Nuevamente la figura de Milenka se le materializó en su mente. La había amado desde niño, aunque él no lo sabía con certeza en ese momento. Cuando le acarició el rostro por primera vez, luego de una pelea que había tenido por defenderla, fue cuando comenzó todo. Cada día buscaba escusas para ir a la granja de los Bogdanov para verla. Ya de jóvenes, el amor fue irresistible. Ahora era su esposa. Solo había una cosa que lo inquietaba: la carta de su cuñado. Si ella no le había escrito sino su hermano, algo había pasado. Eso torturaba su mente, aunque se consoló pensando que si era una mala noticia, no tenía sentido saberlo antes. Si era una buena noticia, sería una sorpresa agradable. Por lo tanto, no había motivos para leer la carta.  

Una carreta con fuertes bueyes lo trasladó a su hogar, surcando la nieve que ya tenía una presencia pertinaz. Luego de un par de horas estuvo allí. A medida que se acercaba a su cabaña, su corazón se aceleraba. Comenzó a preocuparse al no ver animales de granja ni tampoco humo saliendo de la chimenea de la casa. Parecía estar todo muerto y se imaginó lo peor. Todos los Urales se le vino encima, montaña por montaña, casi no podía respirar. ¡Qué pasaba! ¿Dónde estaba su amada? El último hálito de esperanza que le quedaba, lentamente se iba desvaneciendo. Por fin el destino le encendió un pequeño faro de luz y divisó a Milenka:

―¡Está viva! ―exclamó en voz alta y desaforada. “Lo peor no sucedió”, pensó. Eso reconfortó su alma, pero no por mucho tiempo.

La joven lo observó también, pero no se veía feliz. No corrió a su encuentro. Por el contrario, ingresó rápidamente a la casa. Pashenka no podía entender que pasaba. ¿Por qué rehuía de él? Disminuyó su paso. Volvió a sentir la incertidumbre que lo acompañó todo el viaje de regreso.

Luego de unos instantes, Milenka salió  de la mano de un niño de aparentemente unos tres años de edad, de profundos ojos azules y cabellera de oro. Ella estaba inundada de lágrimas.     

Paschenka se petrificó a corta distancia de ellos. No podía dar un paso más. Lentamente tomó la carta de su cuñado y la abrió. Allí le informaba que la aldea y las cabañas de los alrededores habían sido atacadas por los alemanes y muchas mujeres habían sido violadas. Entre ellas Milenka. Cayó de rodillas. Solo su ojo derecho, el bueno, podía llorar, el otro estaba muerto, como su alma. El niño se le acercó y le dio un fuerte abrazo, incitado por su madre. Ella, a pesar de la atrocidad, jamás repudió al niño.  

La furia de Pashenka era incontrolable. No lo pudo abrazar pero tampoco lo rechazó. Solo se quedó inmóvil. El odio se retorció en su vientre. El niño volvió con su madre y Milenka regresó a la cabaña.

Pashenka se quedó de rodilla en medio de la nieve y con el rostro empapado de lágrimas, que con el frío comenzaba a escarcharse. Se refregó el ojo derecho, se acomodó el parche izquierdo y se levantó. Vio en un instante de tiempo su vida, lo que había visto en el mundo y comprendió. Comprendió en verdad y el rencor fue dando paso a la claridad del perdón, y la ira a la paz de su alma.    

Abrió la puerta de su casa y con fuerza corrió a abrazar a Milenka. Tan fuerte que casi la sofoca. La besó en todo su rostro. Luego se inclinó ante el niño y le dijo:

―Tu padre ha llegado a casa.

Las temibles garras del odio no pudieron atrapar a Pashenka ni a Milenka. El amor, con su aparente débil ropaje, es más fuerte que el más duro acero trabajado por el hombre.

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