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     Veía la lluvia caer tras la ventana. Privada de mi consciencia, giraba la cuchara en el café, helado e intacto en su taza. Veía la lluvia y veía su llanto. El vacío se sentía tan frío, y mi piel se sentía tan frágil y desnuda, tan expuesta, humillada…y nuevamente veía la lluvia, que eran sus lágrimas, que eran mis lágrimas. Y la cuchara seguía girando, y yo seguía sumida en el silencio, y él seguía sentado junto a mí, con los ojos rojos y su taza vacía. Entonces las palabras, entonces los recuerdos, entonces el correr de los minutos, las horas, el vino y la lluvia cada vez más disimulada tras el ocaso. Casi sentíamos ahogarnos en el alcohol y en ese mar de llanto. Y así, embriagados reímos y volvimos a llorar. La nostalgia de viejos tiempos se palpaba en nuestro mirar, y sin embargo, sabíamos que vaciar las copas era marcar el final de la velada, de años y años de secretos, de picardías, de aventuras…el último trago marcaría el final de la última cita. Y todo era tan claro: mi última copa seguía llena e intacta mientras la suya se hallaba vacía. Miré una vez más la lluvia, lo miré una vez más a él, y miré una vez más el anillo que ahora adornaba su mano. Se levantó, puso el dinero en la mesa, me dio un último adiós, y simplemente lo vi marchar. Dejé en la mesa la paga de lo consumido, tomé mi parte de la paga, y solo me fui, jurándome nunca volver a enamorarme de un cliente.


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