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Hace unas semanas escribí: ¿perdón, que puedo comer? Y la respuesta de los lectores me tiene contento y asombrado; ha pasado a ser el artículo más leído en este mes. Pues mis meditaciones siguieron y en conversaciones con mis amigos y conocidos toqué otro punto que es tema de diálogos entre los pensionados y personas de la llamada tercera edad: las dolencias, achaques  y enfermedades; no quiero decir en qué se diferencian unas de otras, pero lo cierto es que las personas mayores (y algunas menores) se quejan de alguna de  ellas.

Escuchaba las charlas como el famoso invitado de piedra, o sea sin decir ni pío. Uno hablaba de hemorroides, otro de úlceras, aquel de diabetes, ella de osteoporosis, la otra de problemas de colon  y así todos se expandían describiendo una cantidad de porquerías que me ponían el estómago revuelto. Cambiaba de grupos pero el eje de las conversaciones siempre recaía en médicos, especialistas, hospitales, clínicas, medicinas, drogas, tratamientos, terapias y otras palabrotas de grueso calibre, algunas de las cuales no alcanzaba a entender y con disimulo escribía en mi agenda para buscarlas luego en mi diccionario de la Real Academia Española.

Entré a grupos de pensionados de todas las empresas y la visión global era similar. Los más progresistas se dedicaban a componer el país en discusiones interminables sazonadas con el consumo de la píldora o las gotas. Me metí en billares y canchas de tejo por ver si daba con un oasis donde pudiera compartir algo relacionado con mis intereses. En estos sitios todo está adobado con licor y cigarrillos, elementos que no utilizo. En los casinos encontré la nueva adicción de los jubilados: el juego… pero siempre, en todos los sitios veía al candidato a viejo consumiendo fármacos para alguna dolencia y me asombraba ver como los pasaban con cerveza, aguardiente o en el mejor de los casos con café negro sin azúcar; ¿no le sabe muy amargo don Pacho?, preguntaba,  “Mijo, es que tengo el azúcar muy alto y olvide el endulzante que me dieron en la EPS”

En las cafeterías se reúnen a diario grupos de tres, cuatro o cinco seudo viejitos a tomar café o gaseosa y hablar pendejadas. Intenté entablar amistad con algunos de esos pequeños grupos y pronto salí corriendo. Después de los temas de rigor: política, deportes y mujeres, pasan a comentar sus achaques, los médicos que los están auscultando, los especialistas, los exámenes clínicos y los medicamentos que deben tomar con dosis, horarios y componentes de cada droga. Tienen mala memoria para muchas cosas pero no para las medicinas, no me joda, todos parecen graduados en farmacia y discuten sobre la efectividad de cada remedio porque dependiendo de su EPS o IPS, el nombre de las medicinas cambia, pero como se saben de memoria los ingredientes que las componen por unos miligramos de más o de menos arman una discusión bizantina.

De pronto notan mi presencia y me interrogan a sangre fría: “¿Bueno compañerito, por qué tan callado? Díganos su Seguro Social y su historia Clínica. Pues para no quedarme atrás hablo del asma que me acompañó doce años cuando niño, de la operación de hernia inguinal en 1970, de algunas calzas en mis muelas y de un esguince que tuve cuando jugaba fútbol en el colegio. Me miran acusadores y me espetan a mansalva: “No se haga el pendejo, estamos hablando del presente”… paso saliva, me humedezco los labios con la lengua y me atrevo a decir que de vez en cuando tomo una o dos aspirinas… ah, y cuando tomaba licor hace años para la resaca tomaba una o dos tabletas de Alka Seltzer, digo con gesto triunfal. Su mirada indica que esperaban algo truculento y como no tengo de que ufanarme en materia de enfermedades y todo lo que ellos manejan con tanta propiedad, me ignoran de manera olímpica…  prefiero irme a casita y refugiarme en mis libros, mis pinceles  y mi música.

A solas pienso con velocidad en todo lo que me ha ocurrido en más de seis décadas de vida y encuentro accidentes, caídas, esguinces, patadas, botellazos, resbalones y todo el pandemónium que puede sucederle a un muchacho hiperactivo o a un adulto que practica deportes de diferentes disciplinas y en sus ratos libres se mete en lo que no le importa. Todo ha sido curado con algunos puntos de sutura, algunas inyecciones y fisioterapia, pero enfermedad, así como para decir que se pueda llamar crónica no encontré nada. Me arme de esta información y en un fin de semana Salí a enfrentarme con los grupos de pensionados adictos a los medicamentos, los centros de salud, las droguerías y todo eso que ya comente. A las primeras de cambio me sacaron de la conversación. No tenía nada grave, crónico, de especialistas o con peligro de infarto fulminante. Salí con el rabo entre las piernas a documentarme.

Me invente drogadicción, alcoholismo, ludopatía, hipertensión, pre infartos, una o dos gonorreas y hasta adicción al sexo. ¡Eureka!, la atención quedó centrada en mi humilde persona y como tengo una imaginación desbordada, conté con todo detalle los síntomas y evolución de las enfermedades según me había documentado; como en las enciclopedias y en internet todo viene acompañado de fotografías el asunto marcho perfectamente hasta que llegó la pregunta que no había previsto: ¿Qué medicinas le recetaron para sus males, compañero?

Ahí fue el despelote porque yo decía que el bencetazil era para la úlcera gástrica, el sindenafil para la tensión arterial, el captopril para la anemia, el ibuprofeno para la garganta y así todo ante la mirada burlona de los cuchos, todos ellos si, como lo dije antes, expertos en medicinas para todos los achaques del género humano. Con todo respeto me dijeron que fuera a burlarme de mi madrecita y salí mas cariacontecido que en otras ocasiones. Por el camino recordé a mis amigos muertos que en su momento merecieron alguno de mis artículos y estoy decidido a buscar alguna enfermedad, por diminuta que sea, para lucirme ante las personas de mi edad…

Pedí cita con el médico general y le dije que unos lunares y verrugas cambiaron de tamaño y de color en el último año, me reviso y me dijo que no veía nada extraño pero ordenó unos exámenes de rutina para comprobar mi estado de salud. A los ocho días regresé con los resultados y me pregunto que si fumaba, tomaba licor trasnochaba, fornicaba, etc. Al decirle que no a todas las preguntas me dijo que si me gustaba el brócoli y le respondí que me encantaba, sonrió bonachón y me prohibió el consumo de brócoli y me remitió al Dermatólogo.  Por fin iba yo a conocer un especialista.

Pasaron tres largos meses antes de que hubiera un espacio en la agenda de dicho profesional que me resultó doctora, joven y muy bonita. Me revisó y decretó que todos mis lunares y esas otras cosas no revestían ninguna gravedad. Le pedí, por favor, que me hiciera una operación aunque fuera chiquita y en medio de una deslumbrante sonrisa me dijo que volviera a mi EPS  a que me programaran de nuevo otra cita. Como esto es la historia de nunca acabar, me resigné a esperar a la señora muerte para cuando me tenga programado y me consuelo pensando que seré un cadáver muy saludable.

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