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La señora más caritativa de mi pueblo amaba por igual a todos los seres vivientes. Plantas, animales y personas estaban en su corazón saturado de bondad y de buenos sentimientos.

Su hijo, cosa que no dejaba de extrañar, era el carnicero del pueblo y, por supuesto, el encargado de sacrificar las reses que se consumían como alimento en la localidad. Su forma predilecta era el hacha, herramienta que adoptó después de leer acerca de la Revolución francesa y la guillotina y hasta se vanagloriaba de su pulso y tino para ultimar de un solo tajo al animal de turno en el patíbulo, como decía él.

Su santa madre recorría los caminos rurales visitando enfermos y haciendo obras de misericordia con los humanos y, de paso, supervisando la manera en que los campesinos trataban sus animalitos. Cuando encontraba algún perrito, asno, caballo u otro espécimen enfermo y en estado crítico cerca de la muerte, se compadecía y pensaba darle una muerte digna; de inmediato informaba a su hijo que empezaba a afilar el hacha de la muerte.

 

Edgar Tarazona Angel

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