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Isla Ellis, invierno de 1.912

 

La isla, frente a la ciudad de New York, se había convertido en el principal puerto de entrada a los Estados Unidos  desde que fue abierto, en Enero de 1.892. La imponente estatua de la libertar que se señoreaba sobre la costa, era lo primero que veían los inmigrantes. En sus mentes, posiblemente,  habrán pensado que un monumento tal grandioso no podía pertenecer más que a un rico y abundante país.  

Apenas los barcos atracaban, una abigarrada multitud de personas se dirigían al edificio principal, en donde los esperaban los oficiales de aduanas.

En ese lugar eran interrogados, entre otras cosas, sobre la disponibilidad de dinero. Era necesario demostrar que no se iba  a ser una carga pública. En aquellos años se consideraba que con veinticinco dólares de patrimonio, era suficiente para empezar una nueva vida. Luego, pasaban a un exhaustivo examen médico, para comprobar la ausencia de enfermedades mentales o físicas que le impidieran ser independientes para ganarse la vida o ser contagiosa.

Esas pobres almas hacían largas y gruesas filas para ser atendidos. Los oficiales trataban de comunicarse con ellos, una tarea titánica, teniendo en cuenta la diversidad de lenguas.

― ¿ What´s your name ? ― le preguntaron a una joven que estaba en esa faena, al enfrentar el mostrador de aduanas.

― Io no parlo inglese ― respondió.

De inmediato me dieron intervención como intérprete italiano. Le pregunté cómo se llamaba y respondió:

― Gianna Radici.

Fue cuando la conocí. El pelo rubio le caía como cascada sobre los hombros y sus ojos marrones tenían un destello de tristeza. Seguí interrogándola y traduciendo para el oficial. Ella relató que estaba sola y que no podía volver a su país. No dio explicaciones del motivo. No tenía dinero, tampoco familiares ni amigos en Estados Unidos. El oficial no tenía más remedio que ordenar la deportación a su país de origen. Cuando le informé esta situación, la chica rompió a llorar.

La vi tan desamparada que hablé con el uniformado. Me mostré sorprendido al reconocer que Gianna era un familiar mío. Como prueba, le exhibí una carta de ella, enviada desde Italia. Por supuesto no tenía relación con la mentira, pero el oficial no conocía el idioma. Finalmente, luego de una larga discusión, aceptó. Firmé algunos papeles legales y el asunto terminó.  

― Mi querida niña, mi nombre es Gaetano Giovanni y desde ahora soy tu familia― le dije con ternura.  

La chica se quedó en silencio observando mi pelo blanco y ojos negros. Creo que eso junto con mi apacible voz, le inspiró confianza. Tomé el liviano equipaje que traía y la conduje a mi hogar, en el barrio italiano de la ciudad.

― ¡ Gaetano !. ¿Quién es esa joven? ― Me preguntó mi esposa, en tono inquisidor.

― Se llama Gianna Radici. Viene de nuestra madre patria. Esta sola y necesita nuestra ayuda ― Le respondí, muy nervioso. Luego agregué  ― Ven niña, acércate. Ella es mi esposa, Eleonora ― se la presenté formalmente.

― Mucho gusto señora ― respondió con un hilo de voz y la cabeza gacha.

― Bueno, dejemos las formalidades ― comenté e inmediatamente la conduje a la habitación que teníamos para huéspedes. Desde ese momento sería de ella.  

Mientras mi esposa preparaba la cena, sutilmente me interrogó:

― ¿Por qué has hecho esto Gaetano? ― detuvo sus faenas y se quedó en silencio, mirándome profundamente a los ojos. Luego agregó con determinación. ― Se parece mucho a nuestra hija. Si estuviera viva, tendría más o menos su edad. ¿ Verdad?.

No pude responderle nada, porque tenía razón. Solo la abracé fuertemente y le di un beso en la mejilla.

Gianna jamás nos habló de su pasado y nosotros no le hicimos preguntas. Luego de un tiempo, ella comenzó a trabajar en un edificio contiguo a la Iglesia, como maestra de catecismo. Parecía tener una gran versación en la fe cristiana. Sin embargo, había algo muy extraño, jamás asistía a misa y nunca la vi rezar.  

Por suerte, poco a poco fue adaptándose a ese nuevo entorno que le tocaba vivir.  

 

 

***

 

Hacía varios meses que Gianna vivía con Gaetano y Eleonora, cuando la conocí. Fue un día en el cual la encontré sentada en uno de los escalones del umbral de su casa, con las manos sosteniendo su cabeza y mirando hacia el infinito.

La vi tan triste que me acerqué y le pregunté:

― ¿ Puedo ayudarla ?.

Ella levantó levemente su mirada y se quedó en un irritante silencio.

― No quiero importunarla señorita. Solo la veo tan triste que sentí el deber le preguntarle.

Nuevamente el silencio y la mirada fija. Cuando me predisponía a irme sin respuesta, escuché su dulce voz:

― ¿Cómo te llamas?.

― Me llamo Alessandro Andriani ― instintivamente peiné mi pelo.  

― Yo Gianna Radici. 

 Jamás olvidaría ese nombre por el resto de mi vida.

Comenzamos una breve conversación, no fue difícil porque teníamos la misma edad y el mismo origen itálico. Finalmente quedé en verla al día siguiente.

Durante toda la noche no podía alejarla de mi mente. Sus labios pronunciando mi nombre, en perfecto italiano, retumbaban en mis oídos. Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida.

Al otro día, ella me tomó de la mano y me condujo al interior de su casa. Mi corazón latía fuertemente, casi al punto de salirse de la caja torácica. Una pregunta perturbadora me atravesó la mente: “¿Querrá tener sexo conmigo, así, sin más?”. Todo era tan vertiginoso, que no podía pensar con claridad, aunque la idea no me disgustaba.

Cuando ingresé a la habitación principal, estaban sentados alrededor de la mesa, Gaetano y Eleonora.

― Estos son mis padres ― dijo ella, presentándome.

Me pareció que ellos no esperaban ese título. Los vi conmovidos. Los ojos de Eleonora se tornaron vidriosos mientras que su marido trataba de contener la emoción y no lagrimear.

― Mucho gusto  ― me adelanté y les di la mano.  

― Siéntese joven― me dijo cordialmente Gaetano, mientras me acercaba una silla.

― Es muy apuesto. Tiene bellísimos ojos azules ― le comentó Eleonora a Gianna, en voz baja. Fingí no haberla oído.     

El recibimiento fue muy cálido. Hablamos largo rato. Les dije que trabajaba como ayudante en el almacén de “Don César”, a unas calles de allí. Les hablé de mi pasión por la poesía y de mi futuro. Todo había sido perfecto. Solo me quedaba una duda: que sentía Gianna por mí. Si me presentó a sus padres, tal vez sea algo más que un simple amigo. Pero tampoco puedo ser su novio, porque nunca le confesé mi amor. ¡Ah!. ¡Que confusión tenía en mi cabeza!. Pero eso no me importaba, solo me conformaba con estar cerca de ella.  

Comencé a frecuentarla todos los días. Salíamos a caminar por la ciudad. Ella parecía estar a gusto conmigo. Incluso le enseñé inglés y ella aprendió con rapidez, era muy inteligente.   

Una tarde muy fría ella estaba con un niño del catecismo. Le dio un beso en la mejilla y se despidió. Me conmovió la escena: todos mis sentimientos afloraron en ese momento. Supe con certeza que ella sería la mujer con quien envejecería.

― Gianna, tengo que decirte algo muy importante ― traté de tranquilizarme lo más que pude y luego le dije ― te amo profundamente. No puedo vivir sin ti.

La tomé de la nuca y la besé en la boca, sin esperar respuesta. Fue una torpeza, pero en ese momento, no lo supe.

Ella me apartó con sus brazos y se refregó los labios. Me dio la impresión que ese beso le repugnó.

― ¡ Que haces Alessandro ! ― recriminó.

Me quedé paralizado mientras ella temblaba a la distancia. Su piel se había enrojecido. No me dijo nada más y se alejó de prisa. La seguí, llamándola y tratando de entender qué hice mal.

Cuando logré alcanzarla, la tomé de los brazos, mientras mi respiración se normalizaba, y le dije:

― Perdóname, no quise ofenderte. Es que te amo tanto que no sé….no pude detenerme.

― Yo no puedo amar a nadie Alessandro. Después de serenarse un poco continuó diciendo ― No te he contado mi pasado porque es doloroso, pero ahora en necesario decírtelo. En Italia yo era monja de la orden de Santa Maria de Cardonense.

Me quede petrificado. ¡Una monja!. Eso explicaba su versación en el catecismo. Luego siguió con el relato:

― Sofía era una joven casada con Victorio Reni, un poderoso gobernador de provincia. Una noche, Sofía acudió al convento con su pequeño hijo recién nacido. Estaba muy asustada. Su marido la había amenazado con matarla  y también al niño, por una supuesta infidelidad. De pronto, observamos por las ventanas, un vehículo. Del mismo salieron su marido y dos esbirros. Todos tenían armas en sus manos. Irrumpieron en el convento, mientras la Madre Superiora intentaba detenerlos. No había dudas en lo que querían hacer. Decidí esconder a Sofía en un armario y tomé al niño y me quedé detrás de una cortina. Victorio ingresó en la habitación donde estábamos. Observó por un rato el lugar, mientras la Madre Superiora suplicaba que se fuera. A fin de sofocar el grito del niño, le aprisioné la boca. Mi angustia no tenía control. Finalmente, el hombre se retiró. Cuando observé al pequeño, no respiraba. Había pasado lo peor. Murió asfixiado. ― Gianna interrumpió el relato y tomó un pañuelo, escurrió sus lágrimas y luego dijo algo tan aterrador como la historia misma. ― Desde ese momento estoy muerta. Vacía. No puedo amar a nadie, ni siquiera a Dios. Por eso dejé la orden y me vine a América. Jamás volveré allí.    

Los dos nos quedamos en silencio, no había mucho para decir en ese momento. La abracé fuertemente y la conduje a su casa. Le acaricié la mejilla y me fui sin decir nada. Un abismo parecía haberse erguido entre nosotros.  Yo la amaba tanto que eso no me detendría. Al otro día volví a verla y le dije:

― Gianna. Solo quiero estar contigo, a tu lado. No me importa en qué condiciones ― la tomé de los hombros y la miré con ternura. Creo que comprendió lo que quise decir.

Fueron largos meses que luego se transformaron en años, en los cuales estábamos juntos. Compartíamos todo. Los más íntimos secretos, todo.  Lo único que faltaba era el amor que un hombre puede expresar a una mujer. La unión profunda de dos seres que se aman: eso no había llegado aún.

 

 

***

 

Febrero de 1.917

 

Estados Unidos entró en la Gran Guerra. Alessandro, no dudó y se alistó en las tropas que combatirían en Europa.

― Gianna, mañana parto. Solo vine a despedirme ― Le dice, vestido con su uniforme militar.

Ella no era la misma. Todos estos años compartiendo la amistad de Alessandro, transformaron completamente su corazón. Esos poemas que le escribió y leyó muchas noches, solos y tomados de la mano, no los podía olvidar. El dolor de su pasado fue cicatrizando lentamente. No lo veía como antes.

― No quiero que te vayas ― lo miró, con sus ojos marrones, tan vivaces y penetrantes, que casi lo hicieron dudar.

 ― Siento que lo debo hacer Gianna. Es mi deber.

Ella estaba sola en la casa. Lo tomó de la mano, como así algunos años antes y lo condujo, esta vez, a su habitación.  Cerró la puerta con llave. Caminó lentamente hacia él y lo tomó del rostro con sus dos manos. Con mucha sensualidad lo besó en los labios. Alessandro no lo podía creer. Por fin su amor por Gianna era correspondido.  

Suavemente le desabrochó los botones de su uniforme y él comenzó a desvestirla. Se hundieron en la pasión. Hicieron el amor como jamás lo habían experimentado.

En la mañana, los rayos del sol penetraron por los intersticios de la ventana, alumbrando sus cuerpos desnudos que yacían sobre la cama.    

― Gianna, te he amado desde que te conocí ― le susurró en el oído. 

Ella, aún somnolienta, lo besó apasionadamente. Ese romántico momento fue interrumpido por la triste realidad: la guerra lo esperaba. Se vistió, la besó nuevamente y sin más, se fue. No se despidió. Eso le daba la sensación de nunca haberse marchado.

La guerra en Europa fue cruenta y muchos murieron en combate.

Una mañana muy fría, un oficial del ejército tocó la puerta. Atendió Gianna. El militar le entregó un telegrama. Ella pensó lo peor. No se atrevía a leer el comunicado. Finalmente lo abrió:

“El cabo primero, Alessandro Andriani, fue herido en la pierna, en un hecho heroico al salvar a todo su batallón del enemigo. Se le concede la medalla de Honor del Congreso. Fechado: 11 de Noviembre de 1918”. No había muerto. Su felicidad era inconmensurable. Sintió que Dios aprobaba su nueva vida y que la bendeciría. Había llegado hasta las fronteras del amor y nada podía detenerla. En la primavera de 1.919 se casaron en la Iglesia de San Bernardino. Por fin Gianna se había reconciliado con su pasado.

  

 

***

 

 

Cuando se llega a los límites del dolor y la desolación, cuando no se vislumbra ninguna salida, la perseverancia en el amor es la única estrella que nos puede guiar.

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