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Sus húmedos labios se posan sobre los míos y mi corazón se detiene. Una suave melodía envuelve mis oídos; su perfume huele a hierba con anís. Observo su varonil cuerpo desnudo que se une al mío y todo me parece maravilloso. Me siento viva, me siento plenamente una mujer.

Desde la ventana penetran furtivamente los estertores de una moribunda luna, que lucha en vano ante el implacable amanecer. No sabe que es inútil, que morirá, que la luz la desplazará hacia la oscuridad; pero sin embargo, da pelea.  Dos astros en pugna y mi alma que también lucha por no morir en la profunda oscuridad de mi vida. 

El me abraza fuertemente y los dos nos desplazamos por la cama, envueltos en las sábanas que nos cubren parcialmente nuestra desnudez. El fuego de mi cuerpo se une al de él y los dos somos una hoguera en el océano de la pasión.

Finalmente el sol logra que sus rayos penetren en mi ventana e iluminen nuestros cuerpos, abrazados hasta el punto de no distinguirnos. Lentamente acaricio su pelo rubio y sus ojos azules se transparentan con la luz, casi al extremo de no percibir sus pupilas. Cierra por unos instantes sus ojos y los beso. Siento que es mi posesión, algo mío y de nadie más. ¿Acaso el amor no es eso? Posesión. Algo que se posee en el corazón y que no es compartido por nadie. Solo quiero ser la única en sus pupilas cuando abran sus ojos. Que solo piense en mí. Que mi cuerpo sea lo único que desee. Eso quiero. ¡Qué banal soy! pero eso quiero y deseo.  

Los rayos del sol se hacen más potentes y la noche finalmente ha muerto. La luna ha perdido su batalla, solo por este día; al contrario de mí, que no soy un astro y que mi vida no se renueva cada día: solo tengo derecho a perecer poco a poco. Muero lentamente cada vez que el sol sale.

El se ha dormido. Sus ojos se han cerrado por la agitada pasión que hemos vivido. Mi aliento se desliza sobre su rostro y él inconscientemente se reconforta. Sabe que yo estoy a su lado. ¡Cómo quisiera que este momento se petrificara! No deseo otro momento, otro lugar, otro hombre.

La suave melodía que fluye de los parlantes, detrás de la cama, sigue en mis oídos. Es romántica. Todo es ideal, nada es imperfecto. Me levanto de la cama, me acerco a la ventana, la luz del sol se esparce sobre todo su cuerpo; lo veo dormido y quisiera saber qué piensa, qué hay en su mente. ¿Acaso puedo ser yo?  Mi pelo negro, mis ojos marrones, mi delgada silueta, mi sonrisa: ¿podrá ser?  

El sol es tan potente que me obliga a cerrar los ojos. Todo se oscurece en mi alma. El sueño cae sobre mí. Solo me quedo arrodillada junto a la ventana, envuelta en la sábana y en posición fetal. Lentamente apoyo mi cabeza sobre mis rodillas. Todo se desvanece. Este momento no se perderá, será mío, porque está en mi corazón. 

Abro lentamente mis ojos. La habitación está vacía. Me incorporo y camino hacia mi cama. Observo a un lado, sobre el mueble junto a la mesa, hay un bulto. Se perfectamente lo que es. Mil dólares. Es el precio de mi amor por él. Todos los viernes veo ese dinero y su ausencia. Es mi paga por una noche de placer para él y un gran amor para mí. Mis lágrimas se liberan y corren por mi rostro. El me conoció así y yo a él. El destino es cruel, me muestra todo lo que podría tener y al mismo tiempo me lo niega. Ya es tarde para mí. No serviría de nada explicarle que esta vida que llevo no la elegí, que fui arrojada a ella. Que mi cuerpo se vendió mil veces sin mi consentimiento. Que no siento placer en el sexo sin amor. Nada de eso importa. Nadie podría entenderme y la persona que quiero que lo entienda, no lo hace.

¡Cómo envidio a la luna! Ella me comprende. Ella está en las sombras del universo, sola, con una pálida luz, y sin embargo es un astro que ilumina la profunda oscuridad. Solo esperaré el próximo viernes con la esperanza que algo cambie, que él me diga que me ama, que el dinero que me deja es solo para cuidarme, que no es una paga; que mi amor no tiene precio. Tal vez me engaño a mí misma y solo soy “lágrimas que nacen al amanecer”. 

 

 

 

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