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Cada vez que fallece uno de mis amigos muchas ideas se cruzan por mis pensamientos y demasiadas preguntas de las que todo el mundo se hace ante la muerte. Hace un mes falleció uno de mis compinches de infancia y juventud y se me vinieron multitud de recuerdos que ya estaban casi en el olvido. Siempre uno recuerda lo más agradable de su vida pero, también, lo más negativo y con mi amigo Omar las añoranzas no son de lo mejor que me hubiera pasado.

En estos tres años en el RINCÓN varios compañeros y conocidos se han ido de esta etapa que llaman vida. Dos de ellos me impulsaron a escribir sendos artículos doloridos por su muerte temprana; digo yo, porque para los que somos mayores que el fallecido los vemos como jóvenes y para los hijos y nietos de los mismos ocasionan comentarios como: se fue el cucho, el catano, el anciano, el vejete.

No me detuve en estos últimos tres difuntos sino que, esa máquina de recuerdos que tengo en la cabeza echó a andar hacia atrás, hasta mi infancia y recordé personas de mi edad que se marcharon a los ocho, diez o doce años; después pasé en mi viaje mental a la adolescencia durante la cual  se despidieron de la vida otros cuantos contemporáneos míos y, más adelante, siempre hubo conocidos, amigos, compinches o enemigos (por decir de alguna manera) que dejaron el mundo sin su presencia y por diferentes motivos y circunstancias: enfermedades comunes, enfermedades raras que llaman ahora, síncopes, paros cardiacos o respiratorios , y toda la gama de matices que rodean ese fenómeno llamado muerte.

Durante mí larga temporada laboral no fueron muchos los compañeros de trabajo que estiraron la pata pero hoy, diez años después de mi retiro, trece colegas entregaron su alma a Dios, sin despedirse. Las preguntas que la gente se hace, y lo mismo hago yo, son de este tenor: ¿por qué él y no otros con más edad?, ¿seré yo el próximo?, ¿yo como que tengo síntomas parecidos?, ¿quién será el siguiente? Y así muchos interrogantes sin respuesta. La gente que va a los entierros tiene respuestas para todo: “así lo quiso Dios”, “ya le tocaba”, “es la voluntad de Nuestro Padre”, “a todos nos llega el turno”, “pobrecito, dejó de sufrir”… y hasta quien afirma que “eso es castigo de mi Dios por la mala vida que le daba a la mujer y los hijos”.

Tengo muy claro que la vida empieza y termina. Son los dos extremos y sabemos el día, la fecha y hasta la hora de nuestra llegada a la vida pero, la marcha final nadie la conoce y hasta Jesucristo, que una vez fue preguntado sobre el asunto contestó, palabras más, palabras menos: “solo Mi Padre que está en los cielos conoce el día y la hora”. Y digo, si ese muchacho tan sabio no lo sabía, menos nosotros. Lo de muchacho no lo digo en forma peyorativa, se acepta que murió a los 33  años y eso es una edad temprana, ¿No? Mi abuelo paterno entregó su alma a los 105 años y el viejo se sentía de 15, que bendito. Una tía materna murió de 101 y nos hizo pistola a todos los familiares porque soñábamos con un record raro. Ella nació en febrero de 1898 y murió en junio de 1999. La idea era sentirnos orgullosos de decir que una tía nació en el siglo XIX, vivió todo el siglo XX y murió en el XXI, pero a la bendita anciana se le ocurrió fallecer faltándole siete meses para lograr la marca.

Yo fumé, bebí, jugué e hice todo lo posible para morirme joven y sigo vivo; eso me lo enrostran en los entierros de mis amigos juiciosos, me miran como diciendo: “usted es el que debía ir en ese cajón”, porque resulta que siempre fui el bohemio, el raro, el desadaptado social, el solitario… y pienso, ¿yo qué culpa tengo de tener en mis genes la longevidad y la resistencia a todo? Y me preguntan con toda mala intención que marca de tintura uso para el pelo y hasta me halan el cabello pensando que uso peluca. No me salen canas ni se me cae el pelo y eso es culpa de mis genes y si no he muerto de muerte temprana es debido a mi herencia genética no a mis cuidados porque, por mi, en una época quise morirme y nada, no lo logré. Ahora quiero vivir y lo estoy logrando a cabalidad. Por eso no fumo, no bebo, no juego y me alejé de lo que hace daño.

Y si mis amigos y conocidos murieron de cáncer, diabetes, síncopes, suicidio, accidentes, ¿tengo yo la culpa? Ahora trato de no asistir a sepelios, aunque me duela el deceso del difunto. Hago llegar mi hoja verde y mis pésames a la familia y, sólo en casos especiales me hago presente. Me han dicho que cuando me toque el turno nadie asistirá a mis funerales y pienso que ningún muerto se levanta del cajón  a comprobar quien está y quién no. Además mi voluntad es que me incineren para evitarles a mis familiares ese rito (para mi sin sentido) de ir todos los lunes al cementerio a rezar, llevar flores y llorar. Recen y lloren en la casa y el dinero de las flores háganlo llegar a una familia necesitada.

Este monólogo es un descargo que necesitaba hacer. Si voy a entierros malo y si no asisto peor. Como los muertos no llaman a lista pienso no volver sino al mío. Esto lo digo sin certeza porque aun en la familia y amistades hay personas que quiero mucho. Quiero insistir en que la muerte es un extremo del hilo de la vida y, como me dijo un campesino  hace muchos años cuando quería morirme y me preocupaba por todo: “¿Profe, de que se preocupa si de este mundo nadie sale vivo?”

http://edgarosiris310.blogspot.com

 

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